A través de la ventana

17 diciembre 2025

por | 17 diciembre 2025

La ventana no es solo un hueco en la pared. Es un límite vivo donde lo interior se asoma, donde el mundo se da a conocer. El filósofo e historiador de las religiones Mircea Eliade la describió como un espacio liminal: permite acercarse a otros mundos, ver sin tocar, estar sin estar. Se trata de un lugar donde espacio y tiempo permanecen suspendidos entre el adentro y el afuera.

En sus inicios, la ventana no fue concebida para mirar sino que nació en términos funcionales: era un hueco que iluminaba, que ventilaba o defendía, siendo en ocasiones, simples ranuras. En los castillos, las almenas y las ventanas vigilaban, no contemplaban. La contemplación, en aquel momento, pertenecía a otro ámbito, quizá más cercano a la vida monacal. No eran, todavía, lugares desde donde detenerse a mirar.

Con el arte gótico surgieron las grandes vidrieras de las catedrales, portadoras de la mística de la luz y pensadas para iluminar el interior más que para mirar hacia fuera. En las casas, en cambio, las ventanas seguían siendo pequeñas y funcionales, destinadas a ventilar e iluminar mínimamente. Fue en el Renacimiento cuando se generalizó el uso de vidrio doméstico, con cristales pequeños y emplomados; aunque aún cumplían principalmente funciones prácticas, comenzaron a permitir la contemplación del exterior y a asumir un valor estético y social.

A partir del siglo XIX, con los cambios urbanos e industriales, la ventana deja de ser solo un elemento funcional o decorativo y se convierte en un marco consciente para mirar la ciudad, el paisaje y la vida cotidiana. Las viviendas, los museos y las galerías abren grandes ventanales que invitan a la contemplación; mirar hacia fuera pasa a ser, por primera vez, una función reconocida y valorada, y la ventana se transforma en un instrumento para comprender el mundo.

Paulatinamente se convirtieron en un elemento arquitectónico proyectado con entidad propia, un instrumento para definir la estética de las fachadas exteriores. Supusieron el establecimiento de un nuevo símbolo social, de estatus, que comenzó a trabajarse, retorcerse, embellecerse, con relieves, vitrales, molduras y otros recursos.

Como la ventana no fue ajena a los cambios sociales, tampoco lo fue al arte. Bartolomé Esteban Murillo (1617 – 1682) pintaría Mujeres en la ventana, una muestra no solo de una escena doméstica sino de un instante suspendido donde el arte nos invita a mirar hacia dentro. En muchas de estas escenas aparece además una doble lectura: la de las mujeres como observadoras y no únicamente como figuras observadas. Ocupar ese borde entre interior y exterior les permite subvertir su reclusión doméstica y generar, en lo posible, un espacio, un lugar donde relacionarse entre sí y construir una mirada propia, no limitada a la male gaze o mirada masculina. La ventana, lejos de ser un límite, puede ser una forma silenciosa de emancipación.

En el tránsito hacia la modernidad surge luego la obra del artista danés Vilhelm Hammershøi, con sus mujeres de espaldas en interiores despojados, figuras contenidas que viven en la inminencia de la ventana. La luz es suave, disciplinada; la mirada, un deseo suspendido.

Más tarde, Edward Hopper desarrolla esa misma tensión en un contexto urbano: personajes solitarios frente a un vidrio por el que entra una luz oblicua que revela más de su mundo interior que del exterior. La ventana es promesa y frontera, aspiración y contención.

Y esta genealogía visual —Murillo, Hammershøi, Hopper— resuena, de forma inesperada, en la serie El cuento de la criada. June Osborne, confinada en una habitación vigilada, apenas puede ver un pequeño fragmento del exterior: un recorte de cielo, una rama, un movimiento. Como las mujeres silenciosas de Hammershøi, su mirada está contenida; como en Hopper, la ventana sostiene su lucha interior. June no experimenta el exterior: lo imagina, lo construye mentalmente y lo convierte en un lugar de resistencia. La ventana, para ella, es un espacio mínimo donde ser.

June Osborne junto a la ventana de su dormitorio (El Cuento de la Criada, 2017-2025) © hulu vía The New York Times.

En ese sentido, el abuelo Benito, conectado ya al oxígeno en los albores de los dos mil, encontraba en su ventana el único hilo que lo unía al trajín del mundo exterior, un hilo que millones de personas redescubrieron durante la pandemia de 2020. La covid-19 dibujó la ventana como consuelo, escape y contacto, aunque algunos solo pudieran mirar hacia un patio de luces, hacia la retaguardia de la vida urbana.

En el siglo XX, la búsqueda de fachadas continuas y transparentes desplazó muchas ventanas tradicionales, desdibujando su función como umbral y transformando algunos interiores en una especie de pecera. Sin embargo, aún surgieron ventanas que conservan esa fuerza: cortes precisos de luz que invitan a sentarse, a mirar y a habitar.

En la esquina de la Casa Fisher, construida en Pensilvania en 1967 por el arquitecto Louis I. Kahn, se concibe precisamente una de esas ventanas. No es un hueco en el muro, sino un espesor marcado, protegido, pensado para acoger al cuerpo. La altura, la profundidad y la sombra invitan a ocuparla, a apoyar la espalda y dejar que la luz llegue sin imponerse. Sentarse aquí no es un gesto menor: implica ralentizar el tiempo, permanecer, aceptar la pausa. La ventana deja de ser un punto de paso para convertirse en una pequeña estancia desde la que mirar, pensar o simplemente estar. Una arquitectura que entiende la contemplación como una forma de ocupar el espacio.

Casa Fisher (Louis I. Kahn, 1967) vía ATOMAA.

Entre 1923 y 1924, en Corseaux (Suiza), el famoso arquitecto Le Corbusier propone en su Ville Le Lac, otro modo de habitar la ventana, una de las más precisas del siglo XX. No se trata de una abertura convencional, sino de una ventana construida en el paisaje, un corte horizontal que enmarca el lago y lo fija en la pared como si fuera una imagen. Walter Benjamin, en Pasajes de París, hablaba de la ventana como un dispositivo que limita, selecciona y apunta, capaz de capturar el mundo exterior como lo haría un fotógrafo o un cronista. Aquí, Le Corbusier no abre al exterior: lo compone. Coloca mesas y sillas frente al hueco y convierte el lago en un cuadro permanente, una naturaleza domesticada por la mirada. La ventana no muestra el paisaje, lo ordena y lo convierte en una escena.

Ventana en la Ville Le Lac (Le Corbusier, 1923-24) vía Architectuul.

Más allá de lo físico, la ventana también habita en la imaginación y lo simbólico. Una niña puede dibujar una ventana en la pared de su habitación, un umbral que conecta con mundos posibles y secretos. De manera similar, en mitologías y religiones, las ventanas funcionan como portales de transición: desde el descenso de Perséfone al inframundo, hasta el ojo que todo lo ve del Horus egipcio; o los arcos construidos, sin marco ni vidrio, que no separan espacios sino estados. En todos estos casos, la ventana deja de ser un objeto físico para convertirse en un acto de apertura hacia lo invisible, un gesto que invita a mirar más allá de lo cotidiano y a atravesar los límites del tiempo, el espacio y la conciencia.

La ventana es ese lugar en el que no se está dentro ni fuera, en el que se genera un nuevo espacio habitado, ligero, un umbral entre lo público y lo privado. Es donde te encuentras con el mundo. Es un espacio de luz, anhelo o revelación. A fin de cuentas, la ventana, ya sea real o simbólica, nos recuerda que existe algo más allá de lo que habitamos. No importa si se abre a un paisaje, a una pantalla o a un estado interior.

La ventana está vigente en nuestra vida cotidiana, en nuestra cultura visual, y nos obliga a detenernos a la vez que encuadra lo que elegimos ver. ¿Qué ventana —física, mental, digital o íntima— te conecta hoy a ti con el mundo?

Fotografía: D.R. Portada: Mujeres en la ventana (B. E. Murillo, 1675) © Dominio Público | Dormitorio (V. Hammershoi, 1890) © Dominio Público | Sol de la mañana (Edward Hopper, 1952) © Derechos Reservados | Composición elaborada con fines informativos y educativos.

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