Aquí ya hemos estado: Material, lenguaje y ciudad

2 mayo 2025

por | 2 mayo 2025

El pasado fin de semana, regresando a casa tras una visita a la Fira del Llibre, caminamos unos metros por las avenidas entre los barrios de Rascanya y Benimaclet, un tejido urbano popular y ecléctico, con las incoherencias propias de un lugar que sabe de dónde viene pero que tiene dificultades para definir hacia dónde camina —no precisamente por falta de voluntad de sus vecinos y vecinas—. Pasamos junto a un bloque residencial de reciente construcción, con sus respectivas zonas comunes privadas cerradas sobre sí. Un prisma blanco proliferado de recortes, pequeñas perforaciones como las de un queso gruyère, barandillas de vidrio, otro transatlántico varado. La inferencia fue inmediata: «aquí ya hemos estado».

Bien podría hablarse en estos términos para describir las características de una cantidad ingente de construcciones que llevan desarrollándose una o dos décadas; arquitecturas hechas de geometrías que se dicen elegantes, modernas, actuales, limpias, incluso lujosas, terminan por encallar en una deriva de respuestas quizá no cuestionadas con la suficiente intensidad.

Como si en algún lugar estuviese escrito que aquel es el estilo que gusta cuando más parece ser el gusto que ha sido imbuido. Objetos acorazados de pladur, prefabricados, donde colocar a la gente local para, dicho sea de paso, dar espacio a la cultura de los cruceros. Así es la realidad de las nuevas periferias que rodean las principales ciudades del país.

Resulta una certeza compartida que la arquitectura está destinada a construirse —lo que no significa que, como objeto de estudio, no pueda quedarse en un planteamiento teórico—; sin embargo, en un número importante de ocasiones, parece que su materialización hoy está generando un problema de lenguaje, una crisis todavía sin resolver, que está condicionando la imagen de nuestras ciudades.

El ingeniero romano conocía bien el material que trabajaba. Sabía, podríamos decir, del desamparo individual de un bloque de arcilla cocida, o de un simple sillar de piedra, pero dominaba sus posibilidades de disposición conjunta. Así, fue capaz de construir funcionales arcos de medio punto y levantar obras magnánimas como puentes o acueductos. La cúpula del admirado Panteón de Agripa fue la mayor jamás construida durante más de mil años. En la Antigua Grecia, por su parte, confiaron en el sistema adintelado, cuyo fundamento reside en las capacidades de la madera a flexión sobre columnas de piedra y, del mismo modo, hicieron emerger construcciones tímidas o poderosas pero coherentes, de pertinencia formal.

Material y textura en la «casa Muuratsalo» (Alvar Aalto, 1952-53) © Oriol Gómez vía HIC Arquitectura.

Siglos más tarde, el maestro finés Alvar Aalto enunció en su ensayo La humanización de la arquitectura (1940), a propósito de esta cuestión, que la naturaleza, como única proveedora de materiales en la antigüedad, determinaba las diversas posibilidades de construcción, lo que abría la vía a diferentes resultados formales. Un buen entendimiento de este enunciado llevó consigo —hasta no hace tanto— que un ladrillo, una piedra, un madero o simplemente unas telas, se colocasen de acuerdo a su mejor operatividad dentro del sistema. Más adelante, en 1971, un audaz Louis Kahn enriqueció la cuestión hablando de la naturaleza intrínseca de los materiales en una suerte de añoranza de la Antigua Roma:

«[…] Si alguna vez les falta inspiración, pídanle consejo a sus materiales. Uno pregunta: “¿Ladrillo qué quieres ser?” y el ladrillo responde: “Quiero ser un arco”. Entonces uno dice: “Yo también, ladrillo, pero los arcos son caros. Puedo usar otros materiales y hasta dinteles de hormigón armado sobre ti. ¿Qué te parece esto, ladrillo?” y el ladrillo responde: “Quiero ser un arco”».

La cuestión ahora sería si estamos empleando con atino las posibilidades de la industria —esa nueva «naturaleza proveedora»— en conjunción con la arquitectura o, más bien, estamos haciendo propuestas impostadas, tramposas, obligando a la disciplina a ser lo que no quiere ser. Pareciera que, cuando la arquitectura todavía asomaba entre la ingeniería civil y la formalización de la técnica era tanto o más honesta de lo que está siéndolo de un tiempo a esta parte.

Conviene en este punto poner la mirada sobre el origen de la, tal vez, más elemental muestra de arquitectura: la cabaña. A mediados del siglo XVIII, Marc-Antoine Laugier abogó por una arquitectura despojada de elementos superfluos, usando como ejemplo una imaginada choza primitiva, donde el ejercicio arquitectónico mediaba entre naturaleza y ser humano. En sus reflexiones se explora cómo la arquitectura llegó a ser tal cosa y, conceptualmente, resultan un abono sobre el que iniciar las preguntas ante cualquier nuevo diseño, resultando especialmente visible en muestras vernáculas.

Grabado de la obra de Marc-Antoine Laugier: «Essai sur l’architecture» 2.ª ed. 1755, de Charles Eisen © Dominio Público

Más recientemente, podemos rescatar unas valiosas palabras de Glenn Murcutt: «aprendí de las islas griegas que los materiales determinan su propio lenguaje. Entender la naturaleza de un material define cómo utilizarlo». Murcutt confía que la poética surge del utilitarismo y busca soluciones que contesten más de una pregunta o aspecto del proyecto. Aceptar la naturaleza de los materiales lleva, con todo, hacia la resolución de un proyecto más coherente, económico y, precisamente, natural, porque mostrándose habla de cómo se construye y, por tanto, de cuáles son sus raíces. Ésto es, que cada sistema constructivo, cada técnica, genera una respuesta formal que hace referencia a un lugar o cultura específicos.

Bajo estos pretextos sería posible materializar arquitecturas que contribuyan a una imagen autóctona —o auténtica— de nuestras ciudades y no a la homogeneización dominante. Ya el fecundo Estilo Internacional fue puesto en cuestión desde mediados del siglo XX por su ensimismamiento y universalización. Resulta irónico, por tanto, que en una actualidad tendente al maximalismo no se ponga fin a este «invento de lo igual».

Tal vez, hacer arquitectura genuina, y no de catálogo, hacer ciudades de los cuidados, y no del consumo, tenga que ver con un entendimiento profundo de las posibilidades formales del material, los recursos y procesos locales. Es posible que la solución a esta crisis de lenguaje sea cuestión de honestidad, de dejar ser a nuestros entornos construidos lo que, por sentido común, deban ser y no lo que algunos quieren que sean.

En definitiva, los planteamientos teóricos que sobrevuelan estas líneas nos hacen preguntarnos si estamos enfocando correctamente el ejercicio de la arquitectura hoy; si las preguntas para hacer hogares y ciudades son las correctas o hemos caído en la trampa de las lógicas de la producción y del consumo. Las ciudades clonadas garantizan que, cuando aterrices en cualquier lugar, sientas la seguridad de que podrás tomar tu café o comer tu porción de pizza, quizá encargada a domicilio para que llegue a tu apartamento alquilado. Desde su terraza, único rincón vegetal, quizá asome otro de aquellos prismas de color blanco que proliferan como franquicias. Un local de smash burgers en planta baja.

Fotografía: D.R. Portada: Fachadas contemporáneas © Foto de Ben Neale vía Unsplash.

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