Sorprende descubrir que el veraneo sea un fenómeno reciente. La costumbre de invertir el tiempo ocioso en actividades al aire libre, comúnmente vinculadas con el agua, no comienza a generalizarse de forma paulatina, sino a partir de mediados del siglo XIX. Tan pronto se demostraron las propiedades sanatorias del agua de mar, proliferaron balnearios por las costas europeas y comenzó a revertirse la tesis, hasta entonces arraigada, de que la tez morena era cuestión de las clases trabajadoras. Con ello, también los «baños de sol» empezaron a incorporarse como una práctica saludable. Las playas dejaron de apreciarse como lugares inhóspitos y peligrosos para comprenderse como rincones para el esparcimiento y la desconexión. Había surgido el veraneo como realidad social, generando así una nueva necesidad de habitar el paisaje, de estar en él.
Una vez asentada la costumbre del retiro estival, brotó el imperativo de darle forma a tipologías arquitectónicas que abrazaran ese espíritu de huida, y no únicamente en términos funcionales. La desvinculación de las ciudades —y, en muchos casos, de cualquier resto urbano—, permitió la licencia de concebir estas casas de vacaciones como pequeños laboratorios de experimentación espacial al servicio de lo esencial. Las necesidades habían sido renovadas: dormir en contacto con la naturaleza, caminar con los pies descalzos, respirar el aroma del entorno o, simplemente, entregarse al ejercicio de observar. No se trataba de consumir el tiempo libre sino de invertirlo en libertad.
Considerar el clima veraniego como un apriorismo es fundamental para concebir estas arquitecturas de retiro, por lo que los diseños se ven fuertemente condicionados por el enclave. Por tanto, la relación con las temperaturas, la orientación o el grado de incidencia del sol varían según la latitud y moldean, como no podría ser de otro modo, cada proyecto.
La arquitecta y diseñadora de origen irlandés Eileen Gray proyectó en los años 20 del siglo pasado su residencia vacacional, la villa E-1027. Esta vivienda, compartida con el crítico Jean Badovici, fue concebida de acuerdo con los postulados modernos. Como un mirador hacia la Costa Azul francesa, presenta un frente porticado de captación de luz natural favorable a la circulación de aire.
A diferencia del ideal de «machine à habiter» de su coetáneo Le Corbusier, Gray entendía la vivienda al servicio de la experiencia humana, por lo que desechaba las arquitecturas basadas en estrictas fórmulas predefinidas. Con todo, esta especie de buque varado en la topografía de la bahía de Roquebrune-Cap-Martin fue, precisamente, objeto de obsesión y ultraje de Le Corbusier, pero esa historia merece unas líneas aparte.
Villa «E-1027» (1926-29) © Centre Pompidou, Biblioteca Kandinsky, Fondo Eileen Gray.
Por otro lado, si viajamos casi 8000 kilómetros, comprobaremos que la arquitectura requiere de otros ajustes para relacionarse con el entorno; es el caso de Florida: «the land of sunshine». En el contexto del clima subtropical húmedo de Estados Unidos, Paul Rudolph experimentó en el marco de Sarasota Modern —una escuela regionalista dentro de la modernidad— con verdaderas piezas de estudio, más modestas, quizá menos recordadas dentro de su obra que los populares proyectos para Yale. A través del desarrollo de dos casas para invitados en torno a los 50 —para las familias Walker y Healy— Rudolph puso a prueba el lenguaje moderno adaptándolo específicamente al medio. A diferencia de la propuesta de Gray, el arquitecto estadounidense decidió situar sus casas elevadas del suelo y las concibió no tanto como miradores sino como umbrales bajo los que estar, auténticos parasoles.
«Cocoon House» o Healy Guest House (Sarasota, Florida, 1948-49) © Library of Congress, Dominio Público.
La forma integrada de la villa E-1027, de un juego volumétrico más continuo o uniforme, se contrapone a las propuestas por agregación de fragmentos que propone Rudolph, de aspecto más tecnológico. Así, en la conocida como «Cocoon House» —el pabellón de invitados de los Healy— vemos una casa concebida como un espacio de sombra, bajo una sofisticada cubierta en catenaria, con cerramientos a modo de membranas, que complejizan la aséptica sencillez de la piel de vidrio del Estilo Internacional.
Mientras, con la Walker Guest House, Rudolph nos ofrece una auténtica pérgola con una retícula de 3×3 vanos, a la que se adosa una crujía adicional para confeccionar el perímetro permeable de la vivienda. Así pues, con un ingenioso juego de contrapesos, unos paneles de madera hacen las veces de toldo, cerramiento e incluso protección frente a huracanes, según sean las necesidades de relación con el entorno que se deseen. El umbral muta para redefinir los límites interior-exterior.
Walker Guest House (Sarasota, Florida, 1952-53) © Ezra Stoller/Esto, Yossi Milo Gallery.
La permeabilidad espacial de estos dos artefactos de Rudolph fue igualmente explorada por Gray en Cap-Martin, pues los espacios de vida de la E-1027 presentan una solución abierta y flexible, y una relación con el exterior viva al servicio del habitante.
Hemos comprobado someramente como durante el siglo XX, el Movimiento Moderno no solo dedicó sus esfuerzos a las casa icono, los rascacielos o los edificios públicos memorables, sino que también nos legó nutridos ejemplos de residencias mínimas al servicio del acto hedonista del veraneo. Estos hogares no son únicamente soluciones prácticas al reto de habitar sino que proponen modelos de vida alternativos, piensan en el veraneo como un ritual, una experiencia tristemente acotada en el tiempo, que nos lleva a plantearnos si de verdad los espacios que habitamos en el día a día responden a nuestras necesidades más básicas o, sencillamente, nos imbuyen cómo debemos vivir.