Hace 20 años, Ana y Víctor, que no cantan pero sí hacen otras muchas cosas, llegaron al majestuoso edificio que hace chaflán entre la calle San Vicente y la avenida María Cristina, de Valencia, buscando un lugar para trasladar su estudio de diseño gráfico. El trabajo aumentaba y necesitaban más espacio.
En la puerta del bloque, en la calle San Vicente, bajo el rótulo de mármol de Assicurazioni Generali, la francesa de la inmobiliaria con la que habían quedado ese día para ver el inmueble pronunció las palabras mágicas: «elegid piso, el edificio está vacío». Ellos escogieron el ático, claro. Y allí están desde entonces.
El lugar, construido por el arquitecto Francisco Almenar en 1931, fue fruto del impulso de la modernidad de València en esa década, cuando se proyectaron edificios muy notables y se llevaron a cabo reformas urbanas que cambiarían la imagen de la ciudad.
Los años 30 reflejaron el espíritu de cambio que se había extendido por Europa en la década anterior, con renovaciones formales apoyadas en renovaciones técnicas, como fue el uso generalizado de hormigón y hierro en las estructuras de los edificios.
Este sitio residencial, Edificio Martí, también conocido como el Edificio del Porquer o Los sótanos, fue el de mayor altura en su momento y establecería el uso del ascensor como un elemento de lujo.
En la actualidad, habitan el edificio apenas unos pocos vecinos, ya muy envejecidos, y Ana y Víctor con su estudio-imperio.
¿Por qué está tan vacío? Casi todos los demás se fueron hace veintitantos años, cuando un grupo hotelero anunció que había comprado el edificio para remodelarlo y adaptarlo como alojamiento. Cosa que tanto tiempo después aún no ha sucedido.
El futuro hotel de lujo
A finales de los años 90, el Grupo Santos, propietario del inmueble y de doce hoteles más por toda España, se planteaba la reconversión de este edificio cuando, precisamente en ese momento, obtuvo la licencia para construir el hotel Las Arenas, lo que paralizó temporalmente la operación de este lugar.
La cronología reciente es caprichosa. En 2017, hubo otro empujón para los escasos habitantes del edificio: se anunciaba la inminencia de las obras.
Se comunicó que se iniciaban los trámites administrativos para cambiar el uso del edificio y solicitar la licencia de obras al Ayuntamiento. Los pocos residentes que quedaban, se fueron.
Al año siguiente, en 2018, en un giro de guion, el Ayuntamiento de València se sumaba a la moratoria que aplicaron en su momento Madrid y Barcelona, avanzadas sufridoras en aquello de la turismofobia, y que suponía la suspensión de la concesión de licencias de actividad que comportaran cambios de uso residencial a hotelero. La intención era ordenar la proliferación de plazas hoteleras y apartamentos turísticos en el centro histórico, que estaba desbordándose.
Una moratoria de dos años, en 2018, que nos traslada precisamente a 2020, el año en que todo se paró. A esa congelación administrativa en las licencias, hecha en tiempo precovid, se une la situación de crisis sanitaria y económica. Los tiempos para el futuro hotel, de momento, parece que se alargan un poco más.
Mientras eso llega, recorremos algunas partes de este imponente edificio: visitamos el estudio de Palau-Gea (Víctor y Ana), dos de las viviendas que ahora están deshabitadas y, por último, subimos al torreón.
Los áticos de Gràffica
Así que, como dice Víctor Palau, «hasta que no veamos los andamios instalados no nos vamos». Ellos, como el resto de las pocas personas que quedan en el edificio, ocupan las viviendas en régimen de alquiler.
La revista Gràffica es una especie de aldea gala que resiste. Allí, en esa aldea gala, trabajan cerca de veinte personas en las diferentes áreas de la que es la publicación de diseño gráfico y cultura visual de habla hispana considerada de referencia por los profesionales.
Digamos que el edificio «fantasma» está habitado en lo más alto. El resto está prácticamente vacío. Eso sí, cuenta también con una muy clásica portería que aguanta, decadente en su papel, dando la bienvenida a casi nadie.
Gràffica ocupa dos de los áticos, que rondan los ciento cincuenta metros de superficie en total, con sus privilegiadas terrazas y con sus, más que privilegiadas, vistas sobre la ciudad desde el mismísimo centro, con la peatonalizada plaza del Ayuntamiento enfrente.
Esta empresa dedicada al diseño gráfico y la cultura visual en español tiene uno de los sitios web más leídos en España, México, Colombia, Argentina y Perú, y supone una plataforma que genera actividades complementarias de divulgación y formación. Además, editan libros y celebran premios.
El estudio tiene, en sus paredes, colgados varios carteles con el lema «Lee más, diseña mejor», marca de la casa. A lo que habría que añadirle «y disfruta de las vistas», pocos sitios en la ciudad pueden decir que trabajan con una panorámica así.
Recordemos que cuando el arquitecto Francisco Almenar construyó el edificio, en 1931, le arrebató al Miguelete, con sus cincuenta metros sobre el suelo, el trono de ser el más alto de la ciudad. Fue, en realidad, el primer rascacielos.
La vista desde allí arriba es impresionante y permite, además, comprobar, mirando el relieve de los edificios en el horizonte, cómo ha sido el crecimiento de la ciudad, con sus picos de super construcción, sus pelotazos urbanísticos y sus correspondientes torres: la Ciudad de las Artes, la avenida de las Cortes Valencianas, el nuevo estadio de fútbol … ahora, las grúas se amontonan en la zona de La Fe.
El lujo de los años 30
El edificio, en el momento de su construcción ya fue un lugar destinado a un comprador muy pudiente, explica Víctor Palau. Lo que costaron esas casas trasladado a hoy en día se traduciría en una cifra de vértigo con muchos ceros.
Las viviendas, cuatro por planta, tienen cerca de 300 metros cada una, con todos los detalles de calidad propios de un lugar tan selecto: los pavimentos de Nolla, perfectamente conservados; las tallas y las molduras; la carpintería original; los biselados de las puertas de cristal; las estancias muy amplias …
Todo destila un aire decadente y fantasmal, propio de la ausencia de vida en esas casas, vacías desde hace tiempo. Pese a todo, no resulta difícil imaginar cómo sería la vida diaria aquí hace noventa años.
Un edificio con tantos años encima tiene mucha historia, claro, y también mucha leyenda. Como dice Ana Gea, «aquí ha habido de todo, asesinatos, suicidios …».
El torreón
Subimos a ver el torreón que, imponente, se yergue en la esquina de esta casa singular y determina la articulación del chaflán.
Dividido en tres alturas, de forma circular, se accede a cada una de esas pequeñas plantas a través de unas preciosas escaleras de madera que crujen al pisarlas y que conducen a lo alto del todo, realmente muy alto.
Este torreón, tan cinematográfico como sus primos los campanarios, tuvo como último ocupante al pintor Vicente Peris, que instaló aquí su estudio, una sala de exposiciones y su vivienda en las tres plantas de la torre.
Desde allí, la vista de València permite contemplar la circunferencia perfecta de la plaza Redonda, los trazados de las calles más transitadas, el gran techo rojo del Mercado Central, los jardines de Viveros con su mancha verde, las grúas del puerto al fondo.
Los días que amanece despejado y sin bruma se ven entrar y salir los barcos. Se dice que los torreones, como el que tiene este lugar, además de para cumplir su articulación arquitectónica, enseñar músculo y exhibir poderío, eran también para que las señoras que vivían en el edificio, subieran allí a ver el mar.
Cosas de ricos de los años 30, que ni leerían ni diseñarían tanto, o sí, pero lo que es seguro es que disfrutaban de las vistas.