He vuelto a pasar por delante de la casa que el pintor Antonio Saura tuvo en la calle de San Pedro de Cuenca. También él, durante prácticamente toda su vida, volvió una y otra vez al viejo caserón donde —huelga decirlo— pintaba y dibujaba y escribía (Nulla dies sine linea fue el título de una de sus últimas exposiciones). La última vez que pasé por aquí, pocos meses antes de que irrumpiera la actual pandemia, apareció tras el cristal de una de las ventanas de esta casa un pequeño esqueleto. Por un instante llegué a pensar que el pintor, fallecido hacía más de veinte años, seguía vivo.
Saura alternó durante décadas sus estancias en dos ciudades fundamentales para él: París y Cuenca. En esta última cultivó la amistad de gentes como Antonio Pérez (le Monsieur d’en face), Luis Buñuel o Alejo Carpentier. En Retrato de Antonio Saura, el libro de Julián Ríos, se incluye un buen número de fotografías en las que aparecen numerosos visitantes: su hermano Carlos acompañado de Geraldine Chaplin, además de los ya mencionados.
Todo esto lo he vuelto a recordar ahora, sentado junto a la ventana de un apartamento que da a la hoz del Júcar; esto es, el mismo paisaje que el pintor veía desde su estudio. Me ha venido a la mente, además, uno de los capítulos más escabrosos que el autor del Retrato imaginario de Goya hubo de sufrir aquí: el del incendio intencionado de su vivienda conquense en 1979.
La lectura de los artículos que informaban de tal suceso me lleva a recordar la violencia ejercida en aquella no tan lejana época contra la obra de artistas cuya voz, como la de Antonio Saura, incomodaba a los ultramontanos.
Poco más de cuatro décadas después de aquel lamentable suceso, la casa de la calle de San Pedro sigue en pie. Doy fe de ello. Los restos de Antonio Saura descansan cerca, en el cementerio de San Isidro, junto a los de sus hijas Elena y Ana, muy cerca de donde yacen los de otros amigos, pintores como él: Fernando Zóbel y Bonifacio Alfonso. Bien acompañado, pues.
Cuenca, la ciudad vieja que nuestro pintor quiso tanto, sigue desprendiendo un encanto insoslayable. Tanto como la obra pictórica de este vecino culto y sensible, inseparable ya en nuestra memoria de este espacio geográfico, de aquellos años entre cenicientos y esperanzadores.