El edificio Veles e Vents, en La Marina de Valencia, es la única muestra de la arquitectura del último Premio Pritzker, David Chipperfield, en la ciudad. El edificio está alejado del centro histórico pero ha sido la piedra angular de la reorganización urbanística que se ha hecho de la zona marítima en la última década. Además es un sitio que ha estado muy vinculado, desde su mismo nacimiento, a la actualidad de la urbe y, mal que le pese, a su vida política.
Se construyó en tan solo once meses, con muchísima presión hacia el estudio de arquitectura, más de la habitual, porque tenía que estar listo para el inicio de la competición de vela de la Copa América, que se celebraría en Europa, en 2007, por primera vez en 150 años, después de que el equipo suizo de Alinghi venciera al equipo de Nueva Zelanda en 2003 y fuera seleccionada Valencia como sede. El Veles e Vents iba a ser el lugar de recepción de visitantes, de ahí sus espléndidas terrazas con vistas panorámicas al mar.
Llegaron a tiempo para la competición deportiva pero Chipperfield, coautor junto al arquitecto Fermín Vázquez, no terminó satisfecho. En una conferencia impartida dentro de un máster de arquitectura de la Universitat Politécnica de Barcelona, el arquitecto calificó de «rubbish» (basura) su creación, y aunque Vázquez se apresuró a matizar que había sido «una mala traducción», lo cierto es que Chipperfield no asistió a la inauguración del edificio, con el consiguiente enfado de la entonces alcaldesa de Valencia, Rita Barberá.
El edificio, que costó 155 millones de euros, utiliza pocos materiales. El acero pintado de blanco recorta los bordes de la estructura, el techo está construido con paneles de metal blanco que incorporan iluminación empotrada lineal, los pisos externos son de madera maciza y los de dentro, de resina blanca.
Al año de la inauguración del Veles e Vents hubo problemas de filtraciones de agua en las terrazas voladas y en el estacionamiento. Todo el pavimento de madera de las terrazas tuvo que ser retirado y sustituido por piezas nuevas. Seguramente a eso se refería David Chipperfield cuando dijo que su edificio era basura.
«Veles e Vents», uno de los textos más famosos de la lírica del siglo XV del poeta Ausiàs March, arranca precisamente con esa brillante frase que da nombre al edificio («Veles, e uents han mon desig cumplit/ faent camins duptosos per la mar; Velas y vientos cumplan mi deseo, harán caminos por la mar dudosos»), un lugar por el que, tras servir de excepcional mirador hacia la Copa América y la Fórmula 1, pasarían opciones tan variopintas como la celebración de bodas pseudofamosas (véase, la de «El bigotes»), reuniones de partidos políticos y presentaciones de todo tipo. Incluso el alcalde Joan Ribó llegó a plantearse, en 2015, el edificio como posible centro de acogida y distribución de los refugiados sirios que llegaran a la ciudad por el mar, aunque más tarde se descartaría esa opción.
El Veles e Vents consta de 10.000 metros cuadrados distribuidos en cuatro plantas que parecen sostenerse en el aire. Cuatro forjados del tamaño de medio campo de fútbol, realizados en hormigón armado, con grandes voladizos, son la clave del edificio, que muestra una superposición de plataformas abiertas, como terrazas profundas, de distintos tamaños y conectadas por un sistema de escaleras exteriores muy atractivas.
David Chipperfield es el 52º premiado con el Pritzker y ha sido descrito por el jurado como «sutil pero poderoso, moderado pero elegante», a la vez que han elogiado que demuestre «su reverencia por la historia y la cultura mientras honra los entornos naturales y construidos preexistentes».
«Él reinventa la funcionalidad y accesibilidad de nuevos edificios, renovaciones y restauraciones a través de un diseño moderno atemporal que enfrenta las urgencias climáticas, transforma las relaciones sociales y revigoriza las ciudades», ha declarado el jurado.
El arquitecto ha asegurado que recibe este premio como un estímulo para continuar dirigiendo su atención «no solo a la esencia de la arquitectura y su significado, sino también a la contribución que podemos hacer como arquitectos para abordar los desafíos existenciales del cambio climático y la desigualdad social».
Como apuntaba Llàtzer Moix en su libro «Palabra de Pritzker», «el tiempo vuela y todo lo transforma. Incluido el Pritzker. Este premio nació como una rama más del frondoso árbol filantrópico de la familia de Chicago que lo impulsa pero, pasados más de cuarenta años desde su primera edición, ha alzado el vuelo y se ha convertido en una potente marca global, sin parangón en su ámbito, que aporta valor añadido a sus receptores y, también, a sus patrocinadores».
En sus cuarenta años de historia, el Premio Pritzker ha distinguido a los grandes arquitectos vivos hasta convertir su palmarés en un canon oficioso de la arquitectura contemporánea.
Lo que es cierto es que la maestría de Chipperfield, pese a las prisas en la construcción, es más que evidente en este magnífico edificio, que ganó los LEAF Awards, premios europeos de arquitectura, y que domina, triunfante, el horizonte en el puerto de Valencia.