No resulta ninguna novedad afirmar que las serias dificultades de acceso a la vivienda están suponiendo un grave problema para el desarrollo natural de la vida de las personas en sociedades como la nuestra; un problema en boca de todos a la vez ampliamente desatendido por la gran mayoría de responsables públicos y exprimido sin contemplaciones por algunos sujetos y entidades privadas.
En este contexto, las redes sociales están siendo marco de difusión de denuncias sobre las condiciones de salida al mercado inmobiliario de según qué espacios, de habitáculos con las pretensiones de resolver un hogar en una caja de cerillas, cómo si acaso eso fuese posible.
Las promociones de viviendas son ejercicios tácticos de articulación de una serie de espacios predefinidos que, en el mejor de los casos, cumplen religiosamente con los requerimientos de los manuales de calidad de las comunidades autónomas. Estas construcciones no pueden encontrarse más lejos de las aspiraciones verdaderas de la arquitectura.
En estas líneas nos preguntamos acerca de la problemática intelectual de armar un lugar de mínimos adecuado para ser habitado, explorando así algunas muestras arquitectónicas hábiles que abordaron, de alguna manera, la vivienda mínima como tema durante el siglo XX.
Pensar la arquitectura conlleva pensar el significado y las condiciones del «habitar», pensar en la naturaleza del ser humano y sus hábitos de vida más sinceros para, a fin de cuentas, pensar en la particularidad. De esa particularidad surgió «the box» (Lissma, 1941), un hogar de montaña de apenas 20 metros cuadrados diseñado por el arquitecto británico Ralph Erskine siguiendo el recorrido ideológico propuesto por el naturalista Henry David Thoreau un siglo atrás. No en vano, aquella experiencia en el lago Walden ha sido referencia ineludible cuando de estudiar la vida en plenitud se trata.
El espacio único de «la caja» —construida en situación de precariedad fruto del contexto de la Segunda Guerra Mundial—, está articulado por la imprescindible chimenea, eje en torno al que pivotan de forma asimétrica lo que llamaremos espacio multiusos y la propia cocina. Si atendemos al dibujo en planta de más abajo, observaremos el trazado de sutiles diagonales que permiten acomodar ciertas circulaciones haciendo más transitable la superficie de 6,00 x 3,60 metros. Por su parte, las fachadas son elementos activos y propositivos que responden a las orientaciones del frío clima sueco.
Así las cosas, el lado norte se concibe como un amplio umbral dentro del cual acopiar la leña, una decisión funcional que convierte en cambiante este cerramiento, que además verá agrandada su anchura con la incorporación de un paño completo de almacenaje y servicios, decisión muy perspicaz para la preservación y aislamiento del interior si se recuerda que esta orientación es la más fría. Por otro lado, la fachada sur busca las bondades del Sol abriéndose al paisaje desde un espacio porchado.
Con todo, este «cottage» se postula como una muestra ejemplar, casi prototípica, de las posibilidades de abordar un diseño de mínimos, un lugar a la altura del reto del habitar, como respuesta a los condicionantes económicos, paisajísticos y ambientales.
Más esencial y reducida todavía fue la propuesta de unos jóvenes Richard Rogers y Norman Foster que, junto con sus compañeras Su Brumwell y Wendy Cheesman y bajo el apelativo de Team 4, proyectaron incrustar una cabina-refugio en una ladera de la parroquia civil de Feock en Cornualles (Reino Unido, 1961).
Pensado como un espacio de transición mientras una vivienda —también del equipo— era construída en el mismo emplazamiento, el conocido como «cockpit» consistía en un objeto transparente con aspecto de poliedro que hincaba su espalda de hormigón sobre el terreno. El interior de esta especie de cabina de barco consistía en un elaborado juego de asientos equipado con una sencilla cocina, en una suerte de mirador para contemplar el paisaje.
La cabaña primitiva, llamada así no por su aspecto sino por su esencialidad, es un tema recurrente en la historia de la arquitectura que aflora con decenas de ejemplos emblemáticos como la popular casa de retiro Le Cabanon de Le Corbusier y también en pequeñas joyas desapercibidas como es el caso del estudio de invitados que el maestro australiano Glenn Murcutt concibió para su propia casa en Kempsey (Nueva Gales del Sur, Australia) a partir del reacondicionamiento de un cobertizo de granja.
Así pues, hablar de vivienda mínima es reflexionar sobre las posibilidades de diseño y concepción del hecho de habitar en su expresión más esencial y elemental, al margen de esa «vivienda de mínimos» que proponen los proyectos de «fast architecture». Lejos de aberraciones como la parcelación de viviendas de ensanche en 6 u 8 ratoneras que consumen un salario mínimo, muy lejos, se sitúan exquisitas, ingeniosas y fértiles propuestas de refugios mínimos útiles, prácticos, elementales y particulares que se preguntan sobre el cometido de la arquitectura para avanzar con el eco de Erskine detrás: «la arquitectura no es cuestión de casas sino de personas y de sus necesidades».