Hay un mundo detrás de las fachadas, por Toni Tordera

31 marzo 2021

por | 31 marzo 2021

El umbral

Me regalaron un compás como el que nunca había tenido. Meses después, la invisible Clara (yo también me llamo Sáez) me propone que recorra València localizando diferencias.

De murallas adentro, en esta ciudad, eso es imposible pues las franquicias de todo tipo, y guiso, la pólvora y los souvenirs están actuando como una lenta e imperceptible inundación que borra las diferencias y en su lugar hace crecer un cemento ruidoso, aunque mudo por invisible.

Así que me voy al otro lado del río y a la calle Sagunto, porque señala el norte de Europa. Yo nací en Ruzafa pero ahora cruzo el río, antes de que los buitres avizoren por aquí los solares y viejas casas de inquilinos ancianos. Me quedo aquí, tomo el compás e hinco la aguja en una calle cuyo nombre, Senda del aire, me parece de sentido tan inesperado que resulta poético, o es que me recuerda Call me the Breeze, aquella canción en versión de Eric Clapton.

Después, como los situacionistas, giro en redondo la otra punta del compás sobre el mapa, y con el grafito marco una circunferencia que será la frontera circular de mi recorrido por esta ciudad a pesar de todo tan clara.

Antes de echar a andar

Inicio una búsqueda que ya me sé y la inicio a lo grande, por la Vía Augusta hacia el norte, esto es, la calle Sagunto. No me pongo nostálgico sino reivindicativo, pues me apropio de este territorio en sus oficios de arrabal musulmán con respecto al centro histórico, otra vez, pero entonces medina. En suma, si esta calle Sagunto es la columna vertebral del barrio, la mandíbula la localizo cerca del mercado de San Pedro Nolasco, hoy cáscara vaciada por los supermercados y los amazon.

Esa mandíbula está desdentada. Al menos se ven dos encías al descubierto, ya huecas, devastadas por el tiempo. Una fue un Refugio de la Junta de Defensa Pasiva durante la Guerra Civil. Entonces en el nº 6 de la calle y hoy un solar junto a un kebab, con apenas muñones de su utilidad protectora frente a las bombas. Casi pared con pared con el Refugio conozco otra encía desdentada, pues fue un estudio de pintora, y ahora ella trabaja en otro lugar de la ciudad a donde tuvo que marchar.

Sociedad de Socorros mutuos La Protectora(c/ Maximiliano Thous, 6)

Cantemos a esta Protectora, como Madre bienhechora de toda la humanidad” (Letra de L. Rafael Zamora y música de éste y de Enrique Lucas). Me gusta, de este lugar, su himno no sectario, sino pagano y humanista.

A esta vivienda de solidaridades se accede por la calle Maximiliano Thous. Hago constar su nomenclatura por compartir una noticia que me ha sorprendido: la letra “per a ofrenar noves glòries a Espanya”, ahora himno de la Comunidad Valenciana es de Thous. De esa letra siempre me ha molestado su visión idílica de la región (“tapiç de murta, roses fines, fruites dorades”) porque olvidaba la dura vida de los labradores valencianos en la huerta, en el barro o en los montes del interior. 

Aquellas glorias idealizadas vienen de lejos, de cuando los poetas árabes exiliados añoraban su ciudad, pero el himno no libró a Thous, tras la Victoria del 39, de ser represaliado por el gobierno franquista, argumentando otras actividades que no vienen al caso ahora y aquí. Me quedo, en cambio, con otra maravilla ya que dirigió, en 1918, con el ventrílocuo Paco Sanz, un documental con sus autómatas, muchos de ellos recientemente vendidos fuera de nuestro alcance, ya en otro país y cultura.

Entro en la Protectora recordando un pasaje de mi maestro John Berger: “Una bolsa se forma cuando dos o más personas se unen para resistir contra el nuevo orden económico mundial, que no puede ser más inhumano”. Lo escribió en el siglo XXI, pero ya en 1880 aquí se reunieron obreros para asociarse y así socorrerse mutuamente en caso de enfermedad, paro o accidentes, cosa que al franquismo le resultaría peligroso, pues tras la guerra esta Sociedad fue depurada varios años, según tengo entendido.

 

Contra el tiempo y los ritmos latinos, junto al televisor que reúne a pacíficos hooligans del Valencia y el Levante, cuelga en una pared un cuadro inmenso. Es la crónica biográfica de los fundadores de esta Casa Social en 1929, según dice la orla. No están todos. Para el resto habría que construir otro cuadro, tan grande como la Madre bienhechora de toda la Humanidad. 

Hay que entrar hasta el fondo del local

Vengo también en busca de un teatro muy activo durante años; después envejeció tanto y con tantas arrugas (los teatros son organismos vivientes), que necesitaba remozarse en su decorado y modernizarse en su tecnología. Cosa que hicieron, hará unos pocos años, unos voluntarios que bien merecerían estar en una orla junto a la otra, como refundadores ya en el siglo XXI.

Estos de ahora han sido, de un lado, cuatro jóvenes de teatro (David, Miguel Ángel, María y Rafa) ayudados por un imprescindible equipo de “obreros” jubilados, socios de la Protectora que, gratis, pusieron la mano de obra y su experiencia.

Ahí está ahora, como nuevo y sin perder el aroma de su larga experiencia de espectáculos. No percibo eco de aplausos. Espero que sólo sea por el virus. Lástima. Pero ahí está, como esperando volver a vivir en y por el teatro.

Entre la calle y el escenario

Hay ahí una sala y la barra del bar. Ahí recuerdo o imagino un extraño oasis donde restallan sus mesas. Alguien dormita ante su café, pero es difícil porque los socios de La Protectora interrumpen el silencio al poner con decisión sobre la mesa sus fichas de dominó. Es una melodía compuesta de bruscas exclamaciones, silencios y golpes de las fichas sobre el tambor de la mesa de mármol. La tarde se hace más plácida con esta percusión de manos veteranas, que con el uso han ido dando al contorno de las fichas un lustre, un brillo semejante al viejo mango de martillos, sierras y azadas desgastados durante años. Es como el brillo de objetos usados que tanto apreciaba Bertold Brecht.

Desde la orla, los socios fundadores vigilan discretamente la recogida de las fichas al final de la partida. En una de las cajas falta la ficha 3/1. Salgo en su búsqueda, porque como si leyera el futuro en el mapa de las piezas restantes, intuyo que en algún momento y bajo otra forma la voy a encontrar. O así me lo pareció un día.

El estribo de la estación (Parque de Marxalenes)

La fachada del edificio tiene forma de luna creciente que ha aterrizado. Solo que ahora parece más pequeña porque detrás hay una alta finca de viviendas cuya proa, sorprendentemente, está incrustada en el parque. No atiendo ahora los problemas urbanísticos; me atrae esa fachada con seis grandes puertas ante un círculo. El suelo es de arena, y no puedo dejar de invocar un término ferroviario que me ha fascinado siempre: playa de vías o trenes.

Los seis portalones debieron albergar locomotoras. Sé que todo es o fue ingeniería, pero yo veo seis establos; mejor, seis caballerizas. Me traicionan, y a gusto (mucho más que Julio Verne o Salgari), las novelas del Karl May de mi adolescencia, donde el apache Winnetou y tantos otros pieles rojas llamaban «caballo de hierro» al tren, cabalgado por avalanchas de colonos europeos que, así, fácilmente aniquilaron a aquellos salvajes, los habitantes de praderas de una Norteamérica ahora cerrada a todo inmigrante.

 

El olor ya disuelto en el pasado de mis trenes se ha evaporado, pero permanece una cadena de sugerencias. La primera es la constelación literaria del ferrocarril, preñada de novelas de intrigas, exotismo, asaltos y crímenes. Me basta enumerar todo lo contado a bordo del Orient Express, en cuyo bazar sueño que se enamoraron imposiblemente Paul Theroux – el de «El tao del viajero»- y Agatha Christie. De ella ahora recuerdo cuando desapareció once días y, después, la encontraron en un hotel bajo el nombre de una amante de su marido.

En estas cocheras durmieron locomotoras más humildes. En estos trenes de cercanías no hubo relatos de larga distancia y fama, pero sí una red más cercana de historias anónimas.

Ocurrieron sobre todo en la larga postguerra franquista, a cuyo racionamiento de la comida las gentes respondieron con un comercio de productos del campo y huertas escondidos bajo las faldas y en los cestos, trampeando la miseria con la policía de la ciudad: el estraperlo o mil senderos de entrada a la ciudad y de cientos de días para sobrevivir.

Ahora el lugar está ocupado por un reducido museo que no cuenta aquellas peripecias, arrinconado por un restaurante para personas mayores. Mientras pienso que algunas de éstas pudieron ser heroínas del estraperlo atravieso el local hasta el fondo en busca de un vagón. Lo encuentro. Está ahí, como un elefante recostado sobre la pared para durar lentamente. Ojalá.

El vagón no renuncia a la imagen del caballo y en sus puertas reconozco los estribos para subir al tren. Imposible sustraerse al eco del amor y a la inminencia de la muerte, imposible ignorar una copla de la que se apropiaron Quevedo, para proclamar su deseo, y Cervantes, como despedida para siempre: “Puesto ya un pie en el estribo…”. Me parece oírles (¿o es Enrique Morente?), mientras me alejo de la estación.

Conchita Piquer (c/ Ruaya, 23)

Para entrar en este museo, tras una fachada de arquitectura higienista que saneó el barrio, hay que hacerlo convencidos de que los museos de temas o personajes locales son un magnífico medio para conocer una ciudad, y no los que exhiben obras maestras de artistas universales (Picasso, Rembrandt o Leonardo) que nada dicen de la ciudad sino es su capacidad adquisitiva, premiada con la masiva afluencia de visitantes con sus manos puestas en el selfie.

 

Los museos locales se distinguen por su escasa asistencia, lo que compensa con un silencio meditativo sobre la propia condición, en este caso, del vecino y natural de la ciudad, siempre que esa contemplación evite la mirada autocomplaciente que se alimenta de grandezas no fiables o de difícil apropiación.

Aquí habita una leyenda. La veo. Es un fértil delta sembrado con todos los discos resplandecientes de una reina en la memoria imaginativa: Doña Concha Piquer, fallecida en Madrid a los 84 años. Antes, muchos años de aplausos y giras.

Confieso que ese esplendor me resulta algo ajeno. Me interesa más el cómo la leyenda nació en una aventura. Así que entro en este lugar subiendo río arriba del éxito, hasta llegar a la bruma de los manantiales en sus inicios. Y subo hasta un paraje de allá arriba y lejos de este barrio: New York, Broadway y Conchita Piquer de 16 años.

Fotograma de la película «Filigrana», protagonizada por Concha Piquer y dirigida por Luis Marquina en 1949.

Allí fue, dicen, hasta el éxito llevada por el maestro músico Manuel Penella. Allí, dicen, también fue pretendida por Benny Leonard, campeón mundial de pesos ligeros, boxeador judío que, según he leído, propuso en matrimonio a Conchita. Ella le rechazó, se dice que por no renunciar a su religión, aunque a la vez mantuvo su vinculación durante años con el maestro, agradecida, dicen, a quien la descubrió como estrella situándola en el firmamento.

La distancia en tiempo y geografía me hacen vacilar. Miro los objetos, en su mayoría auténticos, pero ya se sabe que la casa de quien luego sería una estrella mundial desconcierta incluso a los sabios. Le pasó a Henry James en la casa de Shakespeare, y a mí me ocurrió en la de Andersen. La desconfianza proviene tal vez por el mobiliario, la aglomeración de visitantes, la fama, o los intereses lucrativos o panegíricos.

Bromuro de plata

Las fotos del museo de una casa me ofrecen otra clase de fiabilidad. Las miro y se me antojan frascos del pasado, cuyo recipiente es duradero, incluso resistente, pues en aquellos carretes de entonces sobre el celuloide recubierto por una delgada capa de emulsión, una gelatina protege y es protegida por los haluros de plata, un material que me parece como algo metálico. Por eso aquí he recordado un poema de Baudelaire: 

“Hay perfumes para los que toda materia

es porosa. Se diría que atraviesan el cristal

Sobre el tocador de lo que querría ser el camerino de Concha Piquer y, ante el espejo, hay frascos de colonia, peine, cepillo o un sugerente estuche de Gargarisme de Luchon. Entiendo lo difícil que es aceptar que sean genuinos, pero el comisario de este museo ha escenificado con tacto ese momento álgido que precede a la salida o regreso del escenario. Me resulta fascinante, pero prefiero pensar las fotos del museo como recipientes, como si en una casa desierta abriera un armario lleno del acre olor de los tiempos y a veces entonces encontrara “un frasco de memorias /del cual escapa todo viva un alma sin reposo”.

No me quiero ir de esta vivienda del pasado sin sopesar que toda aquella bruma de New York y Broadway y tantas historias ocultas desembocaron en la Compañía de Conchita Piquer/Empresa Antonio Márquez, de la que entreveo aquí los sobres de la nómina de sus empleados y artistas.

Objetos del despacho de la compañía de la actriz, en una de las vitrinas de la Casa Museo Concha Piquer.

Del miedo al deseo(C/ Pepita, 12-15)

En el cruce de las calles Pepita y Ruaya han cegado la memoria. Quizás ocurrió en el año 2005 cuando el urbanismo para sanear el barrio borraba huellas. Entonces cerraron al acceso un Refugio que la Junta de Defensa Pasiva había construido ante los bombardeos franquistas de València durante la Guerra Civil.

Me lo ha explicado un tenaz espeleólogo de la vida protegida, al que llamaré José M. Azkárraga, que lleva años explorando y documentando los refugios de la ciudad. En este cabían 430 personas y alguien ha dejado impreso por las paredes, y varias veces, un Mickey Mouse. Ignoro el momento en que llegó hasta aquí, pero Disney ya lo había diseñado en 1930.

¿Cuántos seres humanos (repito, seres humanos) podían protegerse en todos estos agujeros de cemento? Imposible saberlo; lo que me horroriza es imaginar las toneladas de respiración del miedo que allí abajo hubo, en un subsuelo del que poco sabemos hoy cuando tanto sabemos de los planetas, los vuelos intercontinentales y los megabytes. 

Del miedo al deseo. Primera estación: el cine.

Cine de los años 40 en adelante. Sesión continua. Otra manera de vivir, pero en la oscuridad. Lo digo porque lo vivíamos abducidos por la pantalla de otros mundos o conformados con nuestro cine paisano. La pantalla era grande y aún más con el cinemascope, pero no lo suficiente como para contener toda la longitud fascinante de las piernas de Cyd Charisse, por donde una carrera de medias subía hasta el éxtasis prohibido.

Después del cine. Segunda estación: bailad, bailad.

Más que estación yo diría mutación: la “discoteca Charly. Sala de juventud”. De nuevo otra metamorfosis, la nuestra, la tercera: el rock. O el mío. Aquí, de 1993 al 2000, fue Sala Zeppelin. Aunque ya años antes, Antonio, que murió en Málaga, su compañera Susan Taylor y yo escuchamos y bebimos a Led Zeppelin en el Earls Court Arena de Londres.

Por fin y con futuro, cuarta estación: el Deseo. Del miedo del subsuelo por las explosiones al deseo de uno hacia el otro, o de una hacia otra. Pero donde todo el mundo cabe. Deseo 54.

El almacén mutante de la calle Pepita resiste todo. Tiene un caparazón y en sus entrañas hay, ha habido y habrá como una afirmación de la vida. Como la que hacía reír el Gran Fele desde su oficina, a escasos metros de este rinoceronte del deseo y su cuerno afrodisíaco. O sea, la vida, aun pagando el precio de la desmemoria subterránea.

 

Sant Miquel dels Reis (Avda. Constitución, 284)

La vida humana segrega capas geológicas

Este monumento tiene envergadura, duración y densidad por haber crecido, desde una originaria alquería musulmana, como terreno para dos conventos, luego utopía de los virreyes de Calabria, después alargada siniestra cárcel en el siglo XX, y ahora inacabable gran y necesaria Biblioteca Valenciana. Tal complejidad no se puede abarcar ni experimentar en toda su riqueza con una sola mirada.

Así que cuando la Dirección General de Cultura y Patrimonio nos ofreció el lugar para un espectáculo allí, elegimos la prisión franquista y a unos prisioneros, los músicos allí encerrados: Música Empresonada. En este papel no cuento todos los que participaron en el proyecto del 2019, que en este septiembre del 2021 repetimos y al que invitamos.

Pero ahora, la propuesta clara que me pide Flat me obliga a rescatar otro momento y, luego, mostrar un hallazgo inesperado.

En el patio de esta cárcel (antes de empezar “Música Empresonada”)

¿Qué me importan todos esos muertos ya desaparecidos y que no he conocido? Lo que me empuja es entrar en ese patio borrado, que un día lejano habitaron hombres, prisioneros, guardianes y cómplices; todos los hombres que aquí respiraron, todos los que aquí esperaron, salieron o fueron sacados.

Más allá de esas contingencias mortales, más acá de todas las circunstancias, aquí hubo criaturas humanas; a ninguna la conozco, con ninguna me une lazo, parentesco o amistad. Las desconozco, hasta el punto de no saber identificar el rostro de quién era o quién fue víctima y quién verdugo. Rostros todos transparentes, todos ardientes. Por eso siento que hacer este espectáculo es encender una pira. El río de los tiempos cruza este patio y se lleva los restos por los desagües, o su aliento ha sido aplastado por el cemento.

Puedo justificarme invocando la justicia histórica, esa que yo mismo no practico rigurosamente; puedo decir que es memoria; pero ¿cómo hacer memoria de los que no conocí, ni de gentes que no supe ni sé el color de sus ojos, el tono de su voz, el olor de sus manos?

Las crónicas y los documentos ayudan a cubrir las fosas y los huecos, y permiten tal vez rellenar los vestidos ya vacíos, pero no me ayudan a ponerle carne y sangre y semen y frío a estos cuerpos de los que sólo me consta un expediente en un archivo cubierto de polvo.

Pero los huecos resisten. Los hechos sucedieron; sólo necesito usar argucias y pretextos para adentrarme en este patio donde hubo hombres, miedo, desconcierto; también coraje, riesgo y compromiso.

Sin esos hombres nosotros nada seríamos de todo lo que creemos anhelar. En este patio la luz del sol oculta la oscuridad que es la existencia. Este patio es el lugar perfecto en el que una pira arda. Aquí lo escrito mudamente en piedra, se convierte en historia. Entro, pues, anónimo. Entro aquí asustado. Entro como un bárbaro torpe.

¿Quién vencerá en este cuadrado inmenso? ¿Este suelo estéril con pozos hasta el otro mundo o la caravana de actrices y actores y músicos?

Al leer los nombres de la Banda de Música de Sant Miquel dels Reis descubro que para reconocer a todos esos desconocidos, perdidos en memorias ajenas, sólo tengo una manera de invocar los rostros lejanos, y es la de moverme en la convicción, la apuesta y la necesidad de abrazarlos, olerlos, escucharlos.

A saber, unas palabras y unas partituras, unas páginas y unos sonidos. Como cartas con un remitente que me espera.

Por ejemplo, una ficha de dominó: la 3/1

El 1939 ingresó en esta prisión Mariano Rawicz, un tipógrafo polaco (tal vez, hacia 1914, coincidió con Joseph Conrad por los alrededores de Cracovia). La vida y su compromiso político con la República le supuso la cárcel hasta 1946. Luego marcharía a Chile, pero dejó sus confesiones sobre el papel.

Por ejemplo, -que nos sirve como pie de foto-, habla de los presos que para obsequiar a sus mujeres, novias o hijos o para matar el tiempo, “con ayuda de viejos clavos, afilados pacientemente sobre las losas del patio, papel de lija y de un poco de acetona”, tallaban huesos de aceituna, albaricoques o aceitunas dándoles forma de medallón, sortijas y otras miniaturas.

O esculpían zapatitos de bailarines invisibles en fichas de dominó que les traían sus familiares.

Me gustaría pensar que la ficha 3/1 que me faltaba, y he ido buscando durante este relato, es el zapatito de charol que me mostró una vecina del barrio: 1’5 centímetros de brillo que baila, finalmente victorioso, contra la resignación. 

Toni Tordera (València, 1945), catedrático de Teoría e Historia del Teatro de la Universitat de València, tiene una sólida trayectoria como autor y director. Ha realizado la adaptación, dramaturgia y dirección escénica de numerosos montajes teatrales que ha exhibido en Italia, Suecia, EEUU, Bélgica, España, Cuba o México. Ha sido Director Artístico del Centro Dramático de la Generalitat Valenciana, del Festival Medieval de Elche y cofundador del Proyecto Escena Erasmus. También fue Vicepresidente de la Convention Théâtrale Europeenne, que comprendía 12 teatros públicos de 12 países europeos. Sus últimos trabajos han sido los montajes «Ese hombre tiene un mundo en su cabeza. #TerritorioChirbes», en 2018; y «Música empresonada», en Sant Miquel dels Reis en 2019. Su próximo trabajo es «Demà no hi ha classe», un proyecto con Juli Disla y Jaume Pérez que se representará en la Sala Matilde Salvador los días 21 y 22 de abril. [Para comentarios y/o sugerencias: notordera@gmail.com].

Fotografía: Eduardo Manzana. Edición y producción: Clara Sáez.
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