«Soy una mujer notable, siempre lo fui, aunque ninguno de ustedes parecía pensarlo». Estas fueron las palabras que la artista May Morris dirigió en 1936, sólo dos años antes de fallecer, al crítico y dramaturgo George Bernard Shaw. Probablemente todo el mundo recuerde a Morris, el popular William, pionero del movimiento Arts and Crafts. No obstante, ocultada en la historia se encuentra un talento desbordante, quizá por la alargada sombra de aquel artista total, quizá por ser mujer, feminista, socialista y bisexual, hablamos aquí de Mary «May» Morris.
La que fuera segunda hija de William Morris y Jane Morris, nació en 1862 en la Red House, el regalo de bodas que William ideó para Jane y que fue construida por el arquitecto Philip Webb con inspiración medieval. Así pues, May había llegado al mundo en el diecinueve victoriano en el seno de una familia burguesa que condicionaría, como no podía ser de otro modo, su vida personal y profesional.
De pequeña, solía ataviarse con vestidos anchos bordados por su madre, lo que parece ser un presagio de lo que, más tarde, la llevaría a ser popular y admirada: el arte del bordado. May creció valorando y aprendiendo de Jane hasta el punto de alcanzar un interés y habilidad que la llevarían a estudiar Arte Textil en la famosa National Art Training School de Londres, donde llegó a convertirse en tan excepcional bordadora y artista, aunque también escribió poesía: «there’s a celebration of women’s work […] here you will see crochet, knitwear and every sort of embroidery» («Tea and Scones», recogido en la antología coral «Warm Corners» de 2002).
May Morris trabajando en un bastidor © William Morris Gallery, London Borough of Waltham Forest.
Consolidada en el panorama artístico, será reclamada por su padre para ponerse a cargo del Departamento de Bordados de la todavía hoy popular firma «Morris&Co.», liderada por el artista y que seguía los principios del movimiento de las artes y oficios, que pretendía elevar la artesanía a la categoría de las bellas artes y abogaba por un regreso a los valores preindustriales. De hecho, cabe recordar que sus vínculos con la hermandad prerrafaelita fueron constantes; es más, la propia Jane Morris prestó su imagen como modelo para las pinturas de Dante Gabriel Rosetti.
Uno de los éxitos de May Morris, en términos de popularizar un arte aplicada —como lo es el bordado—, fue la venta en Oxford Street de kits que incorporaban ya los hilos de seda de colores necesarios para embellecer en casa cojines con uno de los patrones concebidos por la diseñadora. Sus clientas eran, no cabe duda, mujeres burguesas o aristócratas que querían experimentar con las directrices de la popular artista.
Esta aproximación al «do it yourself», que hoy nos llega en forma de kits variopintos con todo incluido —para confeccionar velas, tejer, encuadernar, etc.— con los que no necesitas abastecerte de materiales, herramientas y, ni siquiera, de conocimientos previos, estaba ya, de algún modo, en aquella maniobra comercial de May Morris.
En aquellos kits, una de las inspiraciones más habituales fue la naturaleza, esa que May se pasó observando desde pequeña en su jardín o sus paseos. En ese sentido, su obra más famosa y erróneamente atribuida a su padre, aún hoy muy vendida, es «Madreselva» (1883).
«Honeysuckle» (May Morris, 1883) © William Morris Gallery, London Borough of Waltham Forest.
May Morris construyó una vida profesional fecunda: dio charlas, conferencias y expuso obra. Además, fundó el Gremio de Mujeres Artistas, ya que no podían acceder al Gremio de Trabajadores.
La recopilación que May hizo de todo el trabajo de su padre tras su muerte lo hizo brillar como el artífice del movimiento Arts and Crafts que fue, pero ella quedó relegada en un cajón durante décadas. Fue otra mujer, Linda Parry, historiadora del tejido, quien en 2017 fue la encargada de estudiar en profundidad su obra, sacarla a la luz e impulsar una exposición en Londres a la que, al fin, dió nombre: «May Morris: Art & Life».
El hecho de que May Morris, como tantas otras mujeres artistas, dedicara sus esfuerzos al ámbito de las artes utilitarias, cotidianas, como la artesanía de aguja e hilo o los patrones de papel pintado, nos habla una vez más del rol de la mujer en la escena artística, cuyo talento quedaba reservado al ámbito de lo doméstico.
En ese sentido, la historia reciente de las mujeres —no necesariamente burguesas—, ha visto cómo el bordado o el ganchillo servían de vínculo entre generaciones, un arte silencioso que las dotaba de autonomía intelectual y del más codiciado poder, el de sobrevivir al tiempo.
Montaje del árbol de Navidad tejido a ganchillo por las vecinas del pueblo de Quintana de Fuseros (El Bierzo, León) © El Bierzo Digital.
Hay ciudades donde aún sobreviven las casas decoradas con ganchillo, donde nuevas artistas jóvenes —y no tanto—, quieren llevar las diferentes artes de la aguja y el hilo a otras personas. Hay pueblos en la escena rural donde el papel que han tenido estos trabajos ha ido más allá de la decoración de ganchillo que inunda las casas y han salido también al exterior a través de la comunidad y con intención de reforzarla.
Además de para la memoria, las artes del tejer se están utilizando hoy en día para construir un futuro para la disciplina. Así, técnicas como el «needle painting» o el fotobordado se hacen un hueco en la creación artística, llevando a un primer plano una práctica poco atendida y valorada.
Técnica mixta de dibujo a bolígrafo y bordado de Nuria Riaza © Nuria Riaza.
Será el caso de muchos; en nuestro cajón también reposa un tesoro de los que trascienden al tiempo, unas sábanas elaboradas y bordadas por el virtuosismo de las manos de la bisabuela Avelina, una mujer nacida en la Argentina de los albores del siglo XX. Ahora, entre el olor a lavanda, ese arte común aguarda ser reclamado para las ocasiones desde la discreción de un armario.