La ciudad cambia. No deja de hacerlo. Sus habitantes, sus edificios, el urbanismo que la va definiendo: todo cambia. Unas veces para bien, otras para mal. Lo que es seguro es que conforme pasa el tiempo, su fisionomía es otra. Y no porque pase el tiempo sin más, sino debido, mayormente, a la acción que sobre ella llevan a cabo los poderes públicos y privados.
Una de las cuestiones más interesantes que aborda la exposición “Hacia la ciudad monstruo”, en La Nau, comisariada por Josep Vicent Boira, es el de la destrucción de edificios emblemáticos de Valencia en la década de 1970. En aquel entonces, fruto de la especulación inmobiliaria, cayeron al suelo construcciones de gran valor patrimonial como los Almacenes Ernesto Ferrer de Demetrio Ribes, obra del protorracionalismo valenciano, u otras con una mayor carga histórica como el antiguo hospital renacentista de Gaspar Gregori, salvado en parte de la piqueta in extremis.
Por ello, no debería sorprendernos leer estos días comentarios del todo despectivos (“trasto”, v.g.) hacia el Àgora que hasta hace poco se levantaba en la plaza del Ayuntamiento. Nuestro desdén hacia la arquitectura puede llegar, como hemos comprobado, a cotas mucho más altas. Lo mismo puede aplicarse al conocimiento o a la discusión, a la confrontación de ideas, que es para lo que -por cierto- resulta útil un ágora. Hemos de insistir por tanto en la necesidad de hacer pedagogía para evitar, si no la codicia, sí al menos la estulticia y el insulto gratuito. Y la agresividad que deriva en violencia, la misma que tuvimos que sufrir durante la década de los 70 (por parte de la extrema derecha, como muestra la exposición mencionada, del todo recomendable; y por parte de la extrema izquierda de ETA) en adelante.
La situación del Àgora en La Marina, si finalmente sucede, será una buena noticia para aquellas personas que valoran positivamente el diálogo, y por tanto el conocimiento y la concordia. Habrá que ponerse a ello lo antes posible. Falta nos hace.