La ucrania Sonia Delaunay (Terk, de soltera) y su marido, el francés Robert Delaunay pasaron seis años, de 1914 a 1920, entre España y Portugal. En la Península Ibérica descubrieron —según cuenta ella en sus memorias, recién publicadas en castellano por la UJI bajo el título Iremos al sol— una luz “más pura”. Toda una revelación para quienes ya se habían iniciado en los descubrimientos de Chevreul.
Aquellos fueron años en que tuvo lugar otra guerra, la de 1914-1917. En Madrid, a resguardo de la contienda aunque mermados económicamente, los Delaunay siguieron trabajando en proyectos como el que les propuso Diaguilev para los Ballets Rusos: una nueva versión de Cleopatra, basada en el texto homónimo de Prosper Merimée. O el taller de proyectos que abrió ella, Casa Sonia, desde el que llevó a cabo trabajos como el de la remodelación (radical) del viejo Teatro Benavente: “Preparo un contraste: la entrada es toda negra, la sala roja, blanca y amarilla”.
Sonia Delaunay era una firme defensora de la integración de las artes, antes incluso de que abriera la Bauhaus de Walter Gropius en Weimar. Tampoco fue algo que inventara ella (hay que remontarse a mediados del siglo XIX para buscar los orígenes del fenómeno); supuso, eso sí, una apuesta en la que creyó esta mujer de gran carácter que no desdeñó ninguna práctica artística; una mujer de fuerte espiritualidad que afirmaba cosas tan curiosas como que le gustaba rodearse de libros porque de ese modo parecía que “la vida adquiriese profundidad”. No iba desencaminada, en cualquier caso.
Un siglo después, otras personas se refugian en nuestro país como consecuencia de otra guerra maldita, orquestada por la personificación de la crueldad y el odio. Ya sabemos cómo acaban estas cosas: mal, francamente mal. No es necesario leer estas memorias (o tantas otras como dieron de sí dos guerras mundiales) para confirmarlo, pero merecen la pena por tantas y tantas cosas más. Atrévanse, no se arrepentirán.