En la Roma de la Antigüedad se reconocía la existencia de espíritus guardianes cuya función era la salvaguarda de los lugares, desde la intimidad del hogar hasta la vastedad de las urbes. Si bien es cierto que históricamente la fundación de las ciudades se ha supeditado irremediablemente a condicionantes geomorfológicos y geoestratégicos, el territorio sobre el que establecerse debía estar, además, seleccionado de forma divina.
No en vano, escoger un asentamiento traía consigo la ejecución de sacrificios, pues se percibía como un mal augurio modificar el enclave natural no sin antes haberlo favorecido con las correspondientes ofrendas, en una suerte de acto de subordinación al lugar, al cual a partir de ese instante se debería la arquitectura.
Esta preocupación poética, casi divina, por preservar la integridad de los lugares que se ocupan y habitan es un tema recurrente en la historia de la arquitectura. Aquel genius loci romano, garante de la idiosincrasia de los lugares y aglutinador de la cultura de incontables generaciones, ha diluido su presencia, ha visto empequeñecer su llama de la mano del desapego y la rapidez de la contemporaneidad.
No obstante, cabe decir que el ser humano de hoy no es muy diferente de aquel habitante del Imperio Romano, quien queriendo satisfacer del igual modo su “yo” y este “yo” en comunidad, necesita reconocerse en los espacios que habita para preservar su identidad inalterada, para darse significado. Y la arquitectura, que se preocupa también por lo intangible, juega un papel determinante para la construcción de significados.
La suerte de reconocer un lugar como un hogar depende directamente de nuestra capacidad de evocar. Sentir la comodidad de un espacio reconocible supera cualquier expectativa que pueda resolver la arquitectura en términos formales, como si fuese necesario haber dialogado primero durante un tiempo suficiente, un tiempo en el que haber edificado recuerdos.
Con todo, podemos identificar una casa, una plaza, un paisaje, como formas de hogar —sobre las que pensamos indistintamente durante estas líneas—, donde más allá del presumible interés de la dimensión histórica pretendemos poner en valor el alcance de la memoria generada con lo cotidiano.
Lo doméstico habitado por lo cotidiano ya no es sólo espacio, es lugar. Lo urbano alimentado por lo cotidiano ya no es sólo espacio, es lugar. Se genera una densidad de las que no se ven y que está determinada por los recuerdos. Los propios a veces y los de un consciente colectivo otras. Una densidad significada que quizá pueda explicarse, por ejemplo, con las ilustraciones de Paco Roca para su cómic «La Casa».
Lamentar desprenderse de una casa familiar desatendida, defenderse de la destrucción de un entorno natural —humano— como lo es una huerta, llorar el cierre del paisaje comercial histórico del barrio, atesorar los recuerdos evocados al caminar frente al cole, incluso reivindicar la pátina de lo antiguo por el hecho de serlo, son formas de resistencia cultivadas con la esperanza de preservar la memoria de los lugares, tan patrimonial, tan propia como común.
Estos movimientos no son casuales, puesto que conservar esta forma de memoria nos mantiene más lejos de desaparecer y más cerca de un “yo” que, con nostalgia —pero con una verdad honesta—, cuida de nuestra identidad, como permitiéndonos trascender desde lo cotidiano. Memoria del lugar y paisaje cotidiano.
Hemos desarrollado la capacidad involuntaria de identificarnos y definirnos a partir de los medios que hemos ocupado. La casa de los abuelos, el parque del barrio, la plaza del pueblo. Todo son lugares relacionales, que aportan y reciben significado de forma simultánea y salvaguardan la singularidad de cada historia de vida en cohesión con la identidad compartida que acumulan, con la correspondiente carga subjetiva que esto conlleva, cuestión que requeriría atender a la filosofía y a la fenomenología para seguir abundando.
En este punto, apostaremos sencillamente por una digestión pausada y resaltaremos el objetivo principal de estas líneas: alzar la mirada durante lo cotidiano para recordar el valor identitario que nos ha aportado la relación con nuestras arquitecturas más próximas, auténticos patrimonios personales, contendores de recuerdos. Como si acaso fuese posible recorrer a pie nuestro archivo vital más fiel.