Esta es la historia de cómo un pueblo perdido en la sierra turolense, región que junto a Soria fue la que más población perdió durante el siglo XX y con una densidad de habitantes más o menos como Laponia, ha conseguido ser un lugar de peregrinaje turístico y cultural con un patrimonio perfectamente conservado que ha sido, precisamente, su punto fuerte para atraer gente. ¿Cuál es el secreto? Albarracín y el antídoto perfecto contra la despoblación.
El periodista Andrés Rubio lo explica en «La España fea» y, con perspectiva, se entiende todo un poco mejor. Nos remontaremos a 1911, a dieciséis kilómetros de Albarracín, en Tramacastilla, localidad donde nacía Martín Almagro Basch, quien sería catedrático de Arqueología y director del Museo Arqueológico Nacional tres décadas después.
Enamorado de Albarracín, en cuanto pudo compró una casa allí. De ascendencia centroeuropea, este joven miembro de la Falange contó con infinitas conexiones dentro del régimen franquista, lo que le valió para apostar por mantener intacto el conjunto arquitectónico de sus amores y que nadie le llevara la contraria.
El temible, por poderoso, Martín Almagro Basch consiguió que en 1961 se declarara Albarracín como monumento nacional, se empeñó en rehabilitar las murallas y en mantener la arquitectura popular del pueblo.
Como señala Andrés Rubio, «el logro de haber salvado Albarracín, en un régimen de la indigencia cultural y moral del franquismo, atempera la decepción que produce la posición ideológica de un personaje como Martín Almagro Basch». El capítulo de su libro dedicado al caso de este pueblo turolense lo titula, de hecho, «El franquista que salvó Albarracín».
Quienes han seguido la evolución del pueblo lo señalan como el artífice de su preservación, a él y posteriormente a su hijo, el arquitecto Antonio Almagro, que fue el que propició el buen uso del yeso rojo en la restauración de las fachadas. Yeso que, además, se produce artesanalmente en el pueblo y que el Ayuntamiento de Albarracín entrega sin gasto con la licencia para cualquier obra.
En esta historia también aparece el arquitecto y viñetista político del diario El País, José María Pérez «Peridis», quien impulsó en la década de los 80 una serie de escuelas taller por toda España, también en Albarracín. En ellas enseñaban a los jóvenes de entre dieciséis y venticinco años los oficios de carpintería, albañilería, forja, encofrado o jardinería, lo que se ha traducido en la continuidad de esos saberes para la recuperación de un lugar como este.
En este proceso de cuidado durante décadas, imposible sin la intervención de instituciones, como la Fundación Santa María, que regulan la dinámica turístico-cultural, se ha comprobado que con la ejecución de prácticas como el uso de la madera, de la teja árabe y del yeso rojo, se mantiene el particular encanto del pueblo. Se evita el falso rústico y se apuesta por un criterio actualizado en cuanto a intervenciones patrimoniales.
Además, en Albarracín se ha tenido una especial atención con los alrededores del pueblo, algo poco habitual en nuestro país, protegiendo también el paisaje circundante con un plan específico para plantar laderas con arbustos y árboles autóctonos, nada de rosaledas y sí sabinas y carrascas. Belleza y patrimonio habitable resultan ser, aquí, el verdadero antídoto contra la despoblación.
Albarracín tiene un método y el hecho de que el pueblo siga recibiendo premios supone un incentivo para todos, especialmente para sus habitantes, explica Rubio.
Un cuidado sostenido en la restauración arquitectónica desde hace décadas sin que suponga un alto coste económico, más bien al contrario, apenas 6 millones de euros en los últimos ventitrés años, lo ha convertido en unos de los pueblos más bonitos de España. Lo que demuestra que si se quiere, se puede.