Son las diez de la mañana de un sofocante día de verano en la sofocante ciudad de Valencia. La humedad es del 87% y el cielo amanece lleno de nubes. Acudimos a la cita con el arquitecto Alejandro Martínez del Río, al frente de Bona Fide Taller, de donde salimos prácticamente enamorados el fotógrafo y la periodista. Enamorados de su gato, de su perra, del pavimento de su casa-estudio en Ruzafa y, sobre todo, de la forma que tiene de plantearse su trabajo de arquitecto.
«Trabajo desde un enfoque totalmente artesano, a mano, sin intención de atender a aquellos aspectos que pudieran poner en riesgo la calidad del proceso ni mi disfrute, sobre todo lo último. Si hay una voluntad de avanzar hacia proyectos más complejos y alcanzar a materializar aquellas ideas que todavía se muestran en un horizonte borroso, no la hay de ‘profesionalizar’ una actividad que ya me da todo lo que quiero de ella tal y como la ejerzo».
Bona Fide es un término jurídico, lo encontró leyendo «El artesano anónimo», que traducido es «de buena fe o de buena factura», para referirse a aquellos objetos que con su diseño, solucionan. Vamos, lo que debería ser, en esencia, todo buen diseño. Dicho esto, en esa Valencia del 87% de humedad empieza a llover en plan tropical.
La casa-estudio de Bona Fide está en un edificio del barrio de Ruzafa adaptada a sus necesidades, con una estancia espaciosa que cuenta con una mesa enorme llena de planos y de dibujos. Hacemos un alto en la entrevista para ver llover desde el ventanal que da al típico patio de manzana propio de estas casas del Ensanche.
«Me gradué en la ETSAV con un Proyecto Final de Carrera sobre una escuela infantil en un entorno natural. Fue mi primer proyecto totalmente a mano, en un proceso de desdigitalización en el que fui progresivamente buscando herramientas que me sirvieran para aquello que quería hacer -esta búsqueda sigue a día de hoy, entiendo que para siempre-. El proyecto fue premiado con una medalla europea a los mejores trabajos de fin de carrera de Arquitectura, y se me brindó la oportunidad de acudir a un evento internacional que se celebraba en la ciudad india de Ahmedabad. Aquel evento hiló con un segundo viaje, siguiendo el encargo de una arquitecta india que, al ver mi trabajo, me propuso la elaboración del archivo gráfico de una de sus casas. En el segundo viaje produje un cuerpo gráfico muy interesante donde casa y lugar se mostraban indivisibles y desdibujados de cualquier límite. La verdad que trazar ese trabajo mientras habitaba el propio lugar, junto con la oportunidad de explorar otra vez el subcontinente, fue una gran oportunidad y me reafirmé en ciertas formas de ver y pensar sobre cómo quería seguir trabajando. Parte de la documentación fue adquirida más tarde por el MoMA de Nueva York para su archivo permanente».
Nos cuenta que tiene dibujos en el MoMA, pero lo hace en su línea de discurso tranquilo, sin darse demasiada importancia. Alejandro reconstruyó todos los dibujos de un proyecto que la arquitecta india Anupama Kundoo había hecho en los años 70 y de los que no tenía buen material gráfico. Y de ahí, al museo.
«Llevo un tiempo ya trabajando por mi cuenta, colaborando con buenos amigos cuando es necesario o me apetece. Principalmente hago concursos, aunque también algo de obra privada. La primera obra que hice por mi cuenta fue un paseo para la población de Les Coves de Vinromà, a raíz de un concurso de la diputación. Se quedó bien, pese a mil peses, y se galardonó como mejor obra en la categoría de urbanismo y paisaje de la Comunidad Valenciana de 2019-2020 por el Colegio de Arquitectos, cosa que está genial y que se acompañó de una buena paella familiar».
Su querencia por las arquitecturas ruralizadas se nota en su biografía. «Esa arquitectura sensible, inmediata, permite crear algo muy bello. Los proyectos que me vienen por ahí los intento coger todos».
«Otros concursos en la terreta han traído festejo: la intervención en un lavadero de Sot de Ferrer, en un sitio precioso; el proyecto del jardín de los jesuitas o el Centro de Interpretación del Cómic, aquí en la ciudad. Algunos también fuera, como el archivo general y museo militar de la ciudad de Ceuta, o recientemente un centro de salud en Mallorca. Todos traen alegría, pero este último en particular, porque he disfrutado mucho recorriendo la isla, y porque allí hay compañeros que hacen muy buena arquitectura mediterránea y les admiro mucho».
Alejandro Martínez del Río se define delicado. De buena fe y de buena factura. «Elijo solo el trabajo que me gusta, porque como ni soy ni quiero ser eficiente …». Puedes permitirte serlo, le preguntamos. «Pues por ahora, sí. He ganado varios concursos y eso me permite vivir así. Me gusta más. Y sobre todo, ser selectivo. Si no es el proyecto adecuado y con las personas adecuadas, no merece la pena. Le dedico muchísimo esfuerzo y muchísimo trabajo a cada proyecto, tengo que estar convencido».
¿Un buen dibujo mejora la arquitectura final? «Sí, rotundamente. El dibujo es el lenguaje en el que uno se expresa, cuanto mejor dibujado, mejor para el resultado. Dibujo todo a mano y con ello llego a sitios que no llegaría de otra forma. Me permite bucear mejor entre las ideas más borrosas. Nunca llegas del todo, pero con el proceso que yo hago, me acerco más. Al final el dibujo es un proceso de la realidad, como los ojos, como las cámaras fotográficas, digitales o analógicas. Cada uno capta unas cosas. Ese calibrado me resulta más natural al hacerlo a mano. Y, además, me resulta más fácil acercarme a las partes más difíciles del proceso. Me permite ver incoherencias y, en realidad, me hace cada vez más certero. El fallo lo veo todo el rato, no como en el proceso digital, que se borra el error y ya. Yo lo tengo presente y me sirve para evitarlo en el futuro».
Esta forma de trabajar tan poco digital y tan artesana («sin querer convencer a nadie«), le permite alcanzar un final más satisfactorio y, encima, disfrutar del proceso. Educado en lo digital desde los ámbitos académicos, como casi todos, la desdigitalización se fue produciendo conforme iba avanzando en la carrera. Hasta llegar a su proyecto final con un trabajo dibujado totalmente a mano.
Esas herramientas manuales las ha ido adquiriendo con la práctica, viendo trabajos de otros, pensando la lógica de las cosas. «Eso te obliga a ser consciente de procesos que se dan por automatizados, aunque sea para volver a ellos, pero tras haberlos comprendido. Sentirme ligeramente incómodo con la forma en que trabajo me permite toda esa reflexión».
¿Hay mucho arquitecto que dibuje de esta forma tan artesanal? «No muchos. generalmente se trabaja en digital. Estudios que trabajen así, no tantos. En el momento en el que se empieza a trabajar más, se necesita automatizar procesos para ser más rentables. No son incompatibles ambos, pero no es lo más frecuente».
Bona Fide nos enseña sus cuadernos de viaje, que tiene organizados de forma escrupulosísima en una estantería dedicada solo a ellos. Una maravilla de dibujos de diferentes viajes: con su madre a Egipto, diferentes viajes a la India, en Senegal … el próximo, de Tánger a Marrakech. En sus dibujos salen desde personas que se encuentra hasta los pozos de un determinada excavación. Cada vez más esquematizados pero sin dejarse nada importante que contar. Dibujos que le ayudan a colocar esas ideas borrosas y a estructurar su cabeza.
Su planteamiento de la arquitectura es, cuanto menos, un poco outsider. «Sí, y me gusta eso. Quiero atraer proyectos que sean pocos y buenos. Yo no puedo asumir proyectos gigantes, pero es que tampoco quiero. Mi ambición es esa y no me puedo quejar porque me está funcionando. Mi trabajo contamina mucho mi vida así que mi estrategia es hacer justo al revés: contaminar con mi vida el trabajo. Suena de sobre de azúcar pero es que es lo que me interesa. No engaño a nadie y el trabajo que hago lo hago con mucha calidad. Funciona.»
«Yo, en realidad, lo que persigo es tener una casa con un patio en el que quepa una buena mesa. La casa de mi abuela, en Callosa d’en Sarrià, sí se merece un artículo de Flat. Allí nos juntamos todos. Abajo el patio salvaje, con el limonero, el níspero y la colonia de gatos; escalones arriba, en el patio, se prepara la paella -aquí aparece Juli, como encargado oficial-. Se picotea y agasaja al cocinero, y una vez el arroz está listo y reposado, escaleras arriba, se sirve en el salón. Si hay otro menú, se acorta la procesión, que parte de la cocina de arriba directamente a la mesa a través de la ventana-camarera. Se prueba, se aplaude, se come y recome en una sobremesa extensa. Esta imagen también la viví todo lo que pude en los campos de viña de mi otro abuelo. Allí era bajo la sombra de un nogal en una casita de campo de Monforte, y el arroz de conejos y caracoles, pero viene a ser lo mismo».
«He viajado y dibujado mucho pero donde verdaderamente he aprendido a saber qué arquitectura y qué forma de trabajar perseguir es ahí», concluye.