Este nuevo año —que para muchos comienza cada mes de septiembre— hemos regresado a casa con el tipo de inquietudes que afloran cuando se tiene la oportunidad de ralentizar el tiempo. Vivir cada año durante unas semanas en la montaña nos ha llevado a fijar la atención en aspectos inadvertidos del entorno construido de pueblos y aldeas, detalles en los que solo se repara con una dosis de pausa. En las poblaciones rurales podemos descubrir multitud de soluciones desapercibidas y pequeñas dosis de espontaneidad bienintencionada; un «saber hacer» respaldado por la tradición oral que, sin embargo, funciona. La arquitectura rural.
La estética del urbanismo rural no solo se sirve de lo pintoresco de la estructura de un antiguo lavadero, del vestigio de un potro para herrar restaurado o de la presencia de otras arquitecturas civiles o religiosas. También se nutre de los gestos mínimos: un viejo somier reconvertido en el portón de acceso a un prado, una losa de pizarra para regular un canal de riego, una banqueta de madera en posición de privilegio —con las patas cementadas contra un asfalto decrépito— o una antigua bota de goma por macetero.
Un rincón espontáneo en Quintana de Fuseros (El Bierzo, León) © Raúl Sol.
No se trata de venerar una belleza naíf desde una posición paternalista y bucólica sobre lo que la vida en el campo parece ser, sino de considerar aquellas manifestaciones de ingenio como respuestas lúcidas que merecen ser tenidas en cuenta. Hablamos de economía de recursos, de entendimiento de necesidades reales, de mirada certera y, en suma, de ejercicios de resiliencia constructiva.
En este sentido, deberíamos comprender que estas propuestas constructivas, que no buscan ser la portada de una revista, tampoco por ello se basan en la carencia, el déficit o el error. Al contrario, son gestos vivos que demuestran el éxito del sentido común; esos aparejos, juntas, encuentros o sombras son los versos de un relato oral contrastado.
El valor formativo de la arquitectura como práctica cultural debe ser considerado más allá del puro folklore, pues alimenta el saber académico con total legitimidad. Más allá de la planificación para obtener el producto final al que se aspira, las lógicas de lo rural trabajan desde la fragmentación, la secuencialidad y la relación provisionalidad-permanencia. Se genera una correspondencia paulatina entre las partes, heterogénea. Nos encontramos ante una idea diferente de orden.
Hace unas semanas observamos una solución perspicaz para la puerta de acceso a un gallinero. Bisagras, tablones, rejillas metálicas y multitud de elementos reciclados y reconvertidos, como si se hubiese recurrido a un surtido lote de Lego que mezclase las piezas de varios sets para proponer algo radicalmente nuevo.
La arquitectura actual se muestra escasa en la sorpresa ante el detalle. El detalle se esconde. Al detalle se le guarda rencor. Son las entrañas; y en una realidad enfocada en el resultado, descubrirse vulnerable en los modos y esfuerzos, constituye un signo de debilidad. Todo ello pasando por alto que en el trabajo de la agregación de partes el oficio no haría sino evolucionar.
Esta significación de los puntos de articulación es una seña de identidad de Carlo Scarpa, un arquitecto al que no podemos pasar por alto cuando reflexionamos sobre los detalles, ensamblajes y encuentros entre materiales. Scarpa fue profesor de dibujo arquitectónico y sus planos hablan por sí solos: su atención a la pequeña escala es total.
Detalle de la fachada del Museo di Castelvecchino de Carlo Scarpa (Verona, 1956-64) © Raúl Sol (CC BY-SA 4.0). Modificación a partir de la fotografía del usuario Sailko alojada en Wikimedia Commons.
Igualmente, para el desarrollo de sus proyectos mantuvo una estrecha relación de trabajo con profesionales de la tradición artesanal local. Esta comunicación generó una sinergia capaz de dar alas a una cultura técnica en peligro de desaparición. Aunque la obra de Scarpa no puede identificarse espontánea como tal, sí se observa un gusto por los materiales y sus enlaces, por comprender el significado de la obra de forma paulatina durante su diseño y composición —evitando así perseguir modelos abstractos—, lo que la aproxima, bajo nuestra percepción, al trabajo por agregación de lo rural.
Esta actitud compartida de sensibilidad hacia el tiempo y la materia nos recuerda la importancia de la escucha antes de la intervención y la suma por encima de cualquier imposición. Scarpa no desvanece las huellas de la historia, todo lo contrario, se encarga de garantizar la lectura de las etapas por las que ha pasado el edificio. Este es el caso del Museo di Castelvecchio, un claro ejemplo de la articulación y yuxtaposición de ideas y sensibilidades.
En definitiva, esta revisión sobre lo construido en el medio rural no requiere del aderezo de la nostalgia o la idealización, sino de reconocer el valor de lo no normativo como una forma legítima de hacer arquitectura y ocupar el territorio. Una imperfección natural que ya fue revelada como componente esencial de la vida por el británico John Ruskin en su texto «The Seven Lamps of Architecture» de 1849.
En la cotidianidad rural prima y prolifera lo práctico y lo comprensible. En el contexto de la espectacularidad formal, los pequeños gestos técnicos, con su modestia, nos acercan la arquitectura a la realidad tangible y nos administran ese abrazo tan necesario que ya casi no nos brindan nuestros entornos construidos.