Sobre la soledad urbana

14 octubre 2025

por | 14 octubre 2025

En un presente sostenido por la hiperconectividad digital, la soledad se ha convertido en una de las paradojas más inquietantes de la vida urbana. La ciudad posmoderna no es un hecho permanente, de modo que sus habitantes están sujetos de forma ineludible a ciclos incesantes de construcción y destrucción, dificultando así la posibilidad de forjar una identidad personal y colectiva realmente duradera. Este caldo de cultivo alimenta el riesgo de alienación y nuestra consiguiente vulnerabilidad como seres humanos urbanos. La reducción de las interacciones sociales casi hasta el mero intercambio comercial cuestiona el sentido mismo de las relaciones humanas y arroja la sombra de la duda sobre la idoneidad y razón de ser de nuestras ciudades.

Los modelos urbanos de la primera mitad del siglo XX constituyen, en buena medida, la base teórica y material de los espacios que hoy habitamos. El optimismo técnico de la modernidad, con su confianza casi mesiánica en la razón, hizo proliferar propuestas para reinventar las ciudades decimonónicas. El propio Le Corbusier, adalid del funcionalismo, defendió modelos urbanos basados en la zonificación y la jerarquía de tránsitos, que prometían amplios espacios verdes pero que no dejaban de ser proposiciones dependientes de lógicas productivas que, en última instancia, contribuían a deshumanizar la experiencia urbana.

Al otro lado del Atlántico, en los Estados Unidos de posguerra, se experimentó con un modelo de agregación horizontal que ofreciera una forma de vida alternativa, alejada de la densidad vertical de los congestionados downtowns. Si bien es cierto que este arquetipo de suburbia parecía tener el potencial de crear microcomunidades con pulso propio, como la del cul-de-sac de Wisteria Lane en «Mujeres Desesperadas», aquel sueño de libertad se alimentaba igualmente de las lógicas capitalistas. Las viviendas se establecieron como refugios frontera y las rutinas se centraron en la movilidad laboral y el consumo, telón bajo el cual subyace una profunda atomización.

Con todo, no debemos mirar con recelo estas ideas ni desecharlas en bloque, pues las transformaciones urbanas de los últimos ciento cincuenta años han sido decisivas para garantizar la vida en las ciudades: desde la mejora de la seguridad y la movilidad hasta las medidas de carácter funcional e higienista como son los sistemas de alumbrado público o alcantarillado. No obstante, conviene mantener una visión crítica sobre aquellos modelos que, en vías de caducar, requieren ser revisados.

Las voces críticas contra la planificación urbana como una ciencia exacta, mensurable, de arquetipos y axiomas, fueron comandadas por Jane Jacobs, quien centrando sus esfuerzos en observar y cuestionar la evolución urbana de Manhattan, inspiró una gran renovación en el urbanismo. La activista se sintió atraída por el tejido de Greenwich Village, que presentaba un trazado disruptivo frente el extremo orden cartesiano de la isla. Desde allí lideró iniciativas para la preservación del barrio que hicieron sobrevivir, por ejemplo, al Washington Square Park. Las propuestas de Jacobs estaban centradas en las relaciones humanas y no en las formas. La espontaneidad, el contacto, los intercambios y los cuidados son las sustancias de unas ciudades vivas y seguras, como también defenderá en clave contemporánea la arquitecta Izaskun Chinchilla.

Washington Square Park, en el extremo sur de la 5ª Avenida, es uno de los nodos de vida de Greenwich Village © Raúl Sol.

En la actualidad, las propuestas humanistas están encontrando oposición en modelos de vida trabajo centristas que trocean a las sociedades. La mercantilización invade cualquier ámbito de nuestra existencia y, en lo relativo a las ciudades, se ha alcanzado el extremo con prácticas como la venta de habitaciones. Con ello, la casa como instrumento de arraigo es ahora un producto divisible para sobrevivir en la ciudad y garantizar una contribución a la cadena de producción. Hablamos del desarrollo de una forma de cotidianidad urbana impuesta por el capitalismo en términos de Henry Lefebvre.

Los vínculos entre ciudadanía y ciudad se mueven en torno a la necesidad, habiendo dejado al margen dimensiones biológicas, subjetivas o relacionales. La asociación con la calle ha ido cambiando a medida que hemos aumentado nuestra distancia con esta: estar en la calle, salir a la calle, bajar a la calle. El gradiente cada vez es más prolongado y tenso.

Los lazos comunitarios, vecinales, necesitan de un soporte material, siendo la vía pública el espacio compartido para su desarrollo. Identificar la calle como propia y no como un lugar intermedio, de paso —un no lugar— depende en gran medida de las posibilidades que ofrezca. En ese sentido, la creación de lugares como parte de la apropiación de lo urbano, ese placemaking, es uno de los garantes para la generación de una sensibilidad compartida sobre nuestras ciudades: un sentimiento que es necesario incentivar como antídoto contra la soledad urbana.

Asimismo, la sensación de vecindad configurada con modelos como los de la ciudad de los 15 minutos, donde las personas recorren unas calles que identifican y en las que transcurre la vida, es otra de las estrategias llamadas a construir ciudades al alcance de cualquiera, con las que identificarse. Para que la afección por nuestro entorno, humano y material, no se encienda únicamente como respuesta a confinamientos, pandemias, catástrofes naturales o apagones.

Una intersección en Manhattan © Raúl Sol.

Como habitantes de las ciudades, no podemos romantizar un estilo de vida sacado de un vídeoclip de música lo-fi de YouTube: no todo el mundo observa el tráfico un día de lluvia desde el apartamento de una azotea en Tokio con un café humeante entre las manos. Como tampoco estamos en disposición de vivir un sueño urbano como Carrie Bradshaw en «Sexo en Nueva York». Nuestra existencia urbana hoy se parece más a un cuadro de Hopper: espacios liminales, tiempos suspendidos tras una ventana.

Una ciudad que no se preocupa por sus habitantes los convierte en seres vulnerables, en carne de colmenas, conservas en un vagón de metro. La ambición de generar una identidad tiende siempre a brotar —como la plantita sin nombre que se levanta en la grieta de un adoquín—, pero es urgente no fiar únicamente a la conquista personal una tarea que es política. A pesar de todo, la resiliencia del urbanita encuentra siempre el rincón perfecto para un primer beso.

Fotografía: D.R.

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