Si los médicos se comprometen a actuar solo por el bien del paciente bajo el juramento de Hipócrates, ¿No deberían los arquitectos unir ética y conocimiento comprometiéndose a evitar la destrucción del paisaje?
Esta es una de las muchas cuestiones que plantea el arquitecto Luis Feduchi en el prólogo de «España fea», el libro que ha escrito Andrés Rubio, periodista y editor gráfico del suplemento «El viajero» y de la sección de Cultura del diario El País durante dos décadas, un estudio de las barbaridades cometidas sobre el patrimonio español desde los años 50 hasta la actualidad. La «España fea» de Andrés Rubio.
El afeamiento de las ciudades, los pueblos y el litoral de nuestro país supone, según el autor, una catástrofe cultural sin precedentes. «Si el poder no atiende a técnicos y pensadores urbanos, todo irá a peor», opina.
Rubio denuncia a gritos, entre otras cosas, el nulo papel de los arquitectos españoles no solo para revertir sino, por lo menos, frenar la destrucción del paisaje. Porque la responsabilidad de gobernantes, administraciones, promotores, burócratas y constructores está más que clara, pero el autor se muestra atónito con la condición de «rehenes» de los arquitectos y de su «renuncia a la denuncia».
¿Dónde está el origen de esa actitud contra el paisaje y la ciudad histórica? ¿Es fruto del capitalismo rampante? ¿Del abuso de poder? ¿Sucede en todos los países?
Andrés Rubio se hace estas preguntas y las va ilustrando con casos prácticos. Lamentablemente, casi todas las respuestas optimistas son de casos de fuera de España (el caso francés del Conservatorio del Litoral, por ejemplo) aunque Menorca y su conservación del «Camí de cavalls» arroja un rayo de esperanza en lo local.
El libro entra al trapo sin miramientos en la relación cómplice entre los modos de operar de la España democrática con la franquista, donde lejos de criticar ligeramente al poder, Rubio detalla y analiza casos de forma tan pormenorizada que no dejan lugar a dudas.
Como dice Feduchi, «sorprende pensar que tanto el paisaje como la ciudad histórica estén tan acosados por nuestra propia acción habiendo conformado durante milenios nuestro propio y único hábitat«. Porque hay que aclarar que cuando Andrés Rubio llama fea a España no es un insulto, lo hace como una constatación del resultado que hay tras una acción, sostenida en el tiempo, «violenta y destructiva» sobre el territorio.
El autor pasa por temas como la querencia por la compra de vivienda, en lugar del alquiler, favorecida por las políticas de Franco; las construcciones masivas que iban a alicatar la costa española con un «tsunami urbanizador»; el fomento de la propiedad privada por encima del bien público y común; la mala arquitectura y, en definitiva, una cultura inmobiliaria insolidaria e invasiva.
Rubio también plantea el caso de la España vacía (o vaciada) como un reto que podría asemejarse al ocurrido en Francia con el Conservatorio del Litoral: convertir ese terreno en un gran laboratorio y reserva medioambiental, cuidarlo y no explotarlo con las iniciativas, como cita el autor, «de compañías eléctricas que siembran las montañas de parques eólicos en lugar de ponerlos, puesto que la tecnología lo permite, en emplazamientos menos invasivos».
«España fea» detalla cómo la arquitectura popular ha sido, poco a poco, comida por la voracidad constructora con el visto bueno, o la vista gorda, de todas las administraciones sin excepción; también habla de «la especulación disfrazada de hipócrita avance».
Para ilustrar la corrupción franquista, (de aquellos polvos, estos lodos), habla del historiador Gerald Brenan quien, ya en 1950, citaba el método del dictador de «permitir que sus hombres clave se enriquezcan mediante prácticas corruptas y luego conservar un dossier de sus manejos, como garantía de una excelente seguridad frente a posibles revueltas de las altas esferas». Franco y su familia también participaron, obviamente, de aquellos manejos. El ministro José Antonio Girón, apodado «El león de Fuengirola«, fue el que encabezó, con todas las prebendas imaginables, la promoción constructora de la Costa del Sol. Ahí fue cuando comenzó a convertirse la costa de Málaga en una muralla de hormigón, según detalla el historiador.
El libro se para en todas las épocas de la democracia, con un sabor muy amargo porque las prácticas urbanísticas y medioambientales no mejoran con los años. «Parece un sinsentido, pero la democracia fue terrible», explica Rubio. La debilidad cultural socialista en esta materia, en los años ochenta, quedaría patente durante ese periodo. Felipe González, desde sus sucesivas victorias electorales y desde una teórica socialdemocracia, fomentó la especulación del suelo a manos privadas en una política donde Solchaga y Boyer fueron sus arietes. Y así, más o menos acentuado, con todos los que vinieron después.
«España fea. El caos urbano, el mayor fracaso de la democracia«, editado por Debate, apela a reformular ese proceso destructivo en una actividad sanadora. Es una llamada de atención sobre la fealdad de España como un eclipse de su belleza y como una advertencia clara de las amenazas reales que se ciernen sobre ella.
De la lectura de este libro surge la necesidad de, primero, una urgente toma de conciencia y, segundo, una estrategia que recorra todos los campos, de tipo pluridisciplinar, si queremos salvaguardar nuestro legado arquitectónico y paisajístico. O lo que quede de él.