Cuando el cliente del arquitecto Jose Costa compró la vivienda, lo hizo a ciegas. La casa estaba abandonada y tapiada desde hacía muchos años y no había información ni fotos del interior. Solo se veía, desde GoogleMaps, que en el patio trasero había una higuera enorme. «Fue una apuesta arriesgada. Podía ser que comprara una casa o que comprara un solar. Por suerte fue una casa, pero lo cierto es que estaba en muy mal estado. La rehabilitación tuvo que ser total. La buena noticia era que la preexistencia era muy interesante y tenía mucho material estético con el que jugar», explica el arquitecto del proyecto denominado la Casa del Filósofo.
La casa está ubicada en Nazaret, en València, uno de los poblados marítimos que quedó sepultado, hace décadas, en un caos urbanístico en pro de intereses industriales. En este pueblo marinero sin mar, de un tiempo a esta parte se suceden los casos de recuperación de viviendas. Nazaret es un barrio que se vio afectado por las operaciones urbanísticas vinculadas a la construcción de infraestructuras del Puerto de Valencia, como la zona de actividades logísticas (ZAL), aún sin uso veinte años después, que supuso el desalojo de decenas de familias que fueron expulsadas de sus casas y campos.
Volviendo a la Casa del Filósofo, lo más costoso y difícil fue renovar todo el esqueleto estructural, cubierta incluida, explica Jose Costa. «La mayoría de vigas y viguetas de madera se pudieron recuperar pero había un doble sistema portante con vigas de hormigón armado incrustadas en los muros de ladrillo, totalmente destrozadas, que hubo que eliminar, y reconfiguramos el esquema de apoyo del forjado intermedio».
El nombre de la casa viene porque su propietario es filósofo de profesión y de vida. Profesor de Filosofía en la Universitat de València, antes en Madrid y Zaragoza, es un apasionado de la arquitectura y le encanta conversar sobre ella. «Desde el principio se creó entre nosotros una complicidad especial que se convirtió en amistad en poco tiempo. Cuando me llamó para proponerme el proyecto lo invité a conocer mi casa y resultó que se la sabía perfectamente. Se había estudiado las fotos y planos que hay publicados y la conocía en detalle. Es imposible decir que no a un cliente así. Su pareja también participó del proceso y me fastidia un poco que no esté incluida en el nombre con que bauticé el proyecto. Ella, sin duda, también tiene culpa del feliz resultado de la casa», explica Costa.
El arquitecto se muestra satisfecho de haber encontrado la singularidad que el filósofo le pedía, «con algunos recursos que ya había utilizado en el pasado pero con otros totalmente nuevos. Y, principalmente, la satisfacción de que un cliente tan exigente en muchos aspectos esté orgulloso, feliz del resultado y de seguir siendo amigos después de los casi cuatro años que ha durado el proceso».
La casa, concluye Costa, supone un patio donde reunir amigos. Una librería que dé cabida a una numerosa colección de libros. Una sala para practicar yoga. Un estudio donde escribir y pensar. Un hogar donde puedan corretear y jugar los dos inquietos perros de la casa. Un altillo que pueda acoger a uno o dos huéspedes o donde tocar música. Una terraza para tomar el sol.
Un dormitorio que también es un cine. Un baño que también es un vestuario. Una escalera que también es armario. Un suelo al que le atraviesa la luz. Restos de pinturas preexistentes que se vuelven obras de arte. Refuerzos estructurales que ornamentan y enriquecen los techos. Paredes de ladrillo que aparecen mostrando la historia y el alma de la construcción. Una escalera roja que se irá fundiendo con una vegetación cada día más abundante. Pavimentos hidráulicos reutilizados y reubicados. Puertas restauradas y transformadas. Texturas nuevas a partir de lo viejo. Luz. Mucha luz. La casa se vuelve a abrir y cobra una nueva vida. Otra más.














