Vicent Molins: «El relato de la ciudad es contradictorio e irregular»

1 enero 2024

por | 1 enero 2024

Desde su mirada de geógrafo atento, Vicent Molins (València, 1986) lleva una década contando la ciudad acompañado de voces, nuevas y veteranas, que aportan una visión amplia sobre lo que pasa. Con buen ojo para elegir, Molins reúne en su último libro, ‘València, el relat de una ciutat. Gent i Arquitectura’ (Drassana, 2023), a veinte habitantes urbanos, en diez edificios como escenario, para hablar de la ciudad real: aquella que va desde el turismo feroz a la polémica por la ampliación del Puerto, pasando por la situación de la vivienda, la identidad urbana o las oportunidades que ofrece València.

Nombres como el del profesor Joan Romero, el artista José María Yturralde, los arquitectos Ramón Esteve y Fran Silvestre, el economista Josep Sorribes, la arquitecta e ilustradora Virginia Lorente o la periodista Mariola Cubells, entre otras, se mezclan con los edificios de Facundo Martínez, la cooperativa de Santa María Micaela, Goerlich, la Finca Roja o Nuevo Centro. La València que hay.

Vicent Molins, además de este libro, escribió ‘Club a la fuga. Del equipo-ciudad a la airbnbización del fútbol’ (Barlin Libros), donde cuestiona la vinculación territorial de los equipos de fútbol a sus propias ciudades.

Vayamos al grano, ¿Cuál es el relato de Valencia?

Salvatore Settis, en «Si Venecia muere», se pregunta si el pueblo de Venecia sabría custodiar el corazón y la esencia de la ciudad. Y rápidamente él mismo se ve preguntándose algo todavía más drástico: ¿sigue quedando pueblo en Venecia? Es pertinente planteárselo porque desde la peste de 1630 la ciudad no había perdido tantos habitantes tan rápido. La diferencia es que tras la peste, los recuperó. Ahora, en cambio, no hace más que perderlos. Venecia es una esquela increíble porque sirve de luz roja gigante. Un lugar donde pasa más gente que nunca, pero donde nunca hubo tan poco pueblo.

Cuento eso porque en realidad el relato de València es el relato de ensalzar a su pueblo, a quienes se movilizan para conservar la esencia. Por tanto es un relato contradictorio, irregular, cargado de sesgos. Me gustaba ponerme a un lado, no expresar una idea cerrada con la que poder contar València, sino poner a hablar a personas y edificios que de una manera fragmentada cuentan qué es València.

Su relato se ajusta bien al de una ciudad media que vive entre la amenaza de quedar como un átomo suspendido entre la gran competición de megalópolis, sintiéndose fuera de juego, y al mismo tiempo creyéndose que es un buen lugar para vivir precisamente porque no cuenta con las externalidades negativas de las grandes ciudades.

El equilibrio defiende bien la ciudad actual y debería ser la principal obsesión ante los próximos años: no perderlo, no desequilibrarse, no ser demasiado. Para eso hace falta normalizar la condición propia, no creerse que las cosas que le pasan a València son demasiado extrañas, sino que se enfrenta a retos bastante comunes en su liga de ciudades. Y saber tomar decisiones correctas en asuntos capitales: por ejemplo si quiere ser un puerto con una ciudad o una ciudad donde hay un puerto.

Repasas unos cuantos edificios de la ciudad, ¿cómo los has elegido? ¿por amor, por razón? El libro reúne una selección de piezas hechas a lo largo de diez años para Culturplaza, ¿cómo escoges?

En estos últimos diez años escribiendo de ciudad, y por tanto de arquitectura, me he ido sintiendo cada vez más a gusto poniendo a hablar a esos edificios y dándome cuenta de su poder para dibujar una época, para mostrar a una sociedad. Por tanto la elección (con extremos tan diferentes, desde La Finca Roja a Nuevo Centro) tiene más que ver con los mensajes que esas construcción nos han legado.

Si tienen alguna coincidencia todos ellos es que son edificios cuyos autores no se dejaron llevar por inercias, no quisieron tan solo sacar el máximo rendimiento a las promociones. Iban más allá. La Finca Roja iba más allá, Santa Maria Micaela iba más allá, la casa en la calle Reina 125 iba más allá, la resistencia de una unidad tan frágil como la casita del Camí Vell de Benimaclet iba más allá.

Los arquitectos “miran” la ciudad de una forma, los periodistas, de otra … ¿Qué te aporta tu mirada de geógrafo? 

Lo normal es que me hubiera causado una crisis de identidad. Puede que algo de eso haya. Pero también ayuda a desarrollar cierta apertura, una mirada aérea que permite encajar los fenómenos de la ciudad dentro de sistemas superiores, y preguntarse qué razones hay en que la ciudad sea de una manera u otra.

Mirar mapas es más productivo que mirar renders, porque suele transmitir mucha más realidad. Consultar, por ejemplo, el mapa de los resultados electorales distribuidos por calles es una herramienta de primer orden para entender el urbanismo, la calidad arquitectónica, los equilibrios internos de una urbe.

Da la sensación de que València siempre se está comparando con otras ciudades. “Los complejos de la ciudades medianas”. ¿O también eso es un mito?

Es un complejo lógico de todas todas. Aunque hemos ido a mejor. No hace muchos años, en las típicas entrevistas a los candidatos a la alcaldía, todos acababan diciendo que les gustaría que València fuera como Viena, como Copenhague… Aunque es posible que ahora leyéramos alguna voluntad de ‘querer ser Madrid’ creo que por lo general hemos ‘querido ser València’. Tras un tiempo en el diván, ha habido un proceso de resignificación de la autoestima. El problema es que la tentación de sustituir al ‘pueblo’ por el ‘tránsito’ es muy grande a la hora de elegir para quién es la ciudad y, por tanto, para quién se exhibe. En València como en Málaga, en Lisboa como en Florencia.

Cuenta muy bien el director creativo Nacho Padilla (ha dirigido el departamento visual de Madrid y Barcelona) todo lo que supone, para mal, hablar de ‘marca ciudad’. Porque reproduce dinámicas puramente comerciales, equiparando un lugar con una marca de coches o de perfumes. Y no es lo mismo. Una ciudad se debe a una ciudadanía, si termina creyendo que se debe únicamente a unos consumidores en tránsito es cuando se produce el desequilibrio.

En tu libro dices que “no ha sido fácil reconocerse en Valencia”. Una variable de aquel “No és fàcil ser valencià” …  

El escritor Ignacio Peyró, que mira a la sociedad como pocos, decía no hace mucho que en menos de una generación los españoles pasaron del rosario en familia a discutir sobre whiskies de malta. O de poner aceras a construir un nuevo museo de arte abstracto. ‘No ha sido fácil no volverse un poco loco en España’, ha escrito alguna vez. Y para los habitantes de València ese encaje entre sus ansias de futuro y su realidad ha sido más complicado todavía.

No ponía fáciles las cosas el intento de crear una València simulada, un modelo de ciudad nuevo que respondiera a unas expectativas, cargadas de ínfulas, por querer ser un trasunto monegasco. El Valencia CF y el intento de construcción de su nuevo estadio explican a la perfección ese momento. Quizá lo más problemático no era tanto la ciudad que se buscaba proyectar sino la que se omitía: una València real hecha de plazas, mercados, calidad de vida como ventaja competitiva, de equilibrio.

Como tantas otras, València decidió ser otra y conformar su propia consideración a partir de la visión de quienes nos visitaban. Eso ha traído algunos beneficios, como volver a darnos cuenta que operaciones como las del Jardín del Túria, que no es solo un parque sino un mensaje comunicativo de primer orden con el que explicar la mejor València.

Uno de los retos que se señala en el libro (lo hace Joan Romero) es la necesidad de tener en cuenta el área metropolitana de la ciudad. “Valencia metropolitana como animal mitológico” … También señala Vicent Baydal que “nos falla la idea de colectividad y tenemos un localismo muy marcado”. O al estilo Sorribes, que dice que nos miramos el ombligo de una manera escandalosa. ¿Qué hacemos con eso?

El profesor Romero habla del ‘coste de la no metrópolis’ para afrontar esta pérdida de oportunidades enorme en promoción económica, en transición energética… Comenzando por detalles anecdóticamente escandalosos como que las bicis públicas de la ciudad no se puedan transferir una vez cruzas una calle hasta Alboraia, y allí debas utilizar las Xufabikes; o, como vimos durante la pandemia, cuando había un control policial prácticamente entre campos, para poner límites ficticios. La realidad social va muy por delante de la realidad administrativa, esencialmente por una mirada en corto y un exceso de celo fronterizo de los responsables públicos.

Pero vuelvo a negar que sea una excepcionalidad valenciana. Nos gusta considerar los problemas que sufrimos como problemas exclusivos, pero no es justo. Si Francia, Italia o Alemania tienen perfectamente delimitadas sus regiones metropolitanas, en toda España eso no ocurre.

Estamos asumiendo un coste decisivo. Como dice Romero, una cosa es ser un Estado compuesto y otra ser un Estado confuso.

Una ciudad de las dimensiones y las características de Valencia, con esa escala amable, ¿crees que propicia la creatividad? 

Propicia cosas tan perentorias como que personas que están comenzando puedan plantearse pagar un alquiler. Aunque, a este ritmo, tampoco eso podrá propiciarlo. València, insisto en su equilibrio, saca unos metros de ventaja cuando se compara lo que ofrece en términos vitales con lo que resta. Sus externalidades negativas (costes, tiempos de desplazamientos, sensaciones) son menores que destinos más grandes. Además, cuenta con redes específicas y entramados pioneros -por ejemplo en el sector del diseño- que aceleran algunos pasos.

Pero eso es una cosa, otra cosa es asumir la creencia trasnochada de que València no tiene techo y, en una especie de mindfulness urbano, concebir que todos los sueños son posibles en València. No, València tiene techo, tiene límites, y muchos profesionales necesitarán marcharse a Madrid, a Barcelona o a Shangái. Ahora, si pasado el tiempo y tras haber escalado, quieren elegir València como lugar donde vivir (dando por hecho que trabajarán desde aquí para cualquier parte), València debería ponérselo más fácil.

Con las entrevistas del libro trazas una especie de mapa humano a la vez que urbano, ¿Fue sencillo elegir esas voces? 

Son parte de una deriva repleta de casualidades, latidos y caprichos personales, los míos. Personas que admiro y, por tanto, me apetecía escuchar, o personas que no conocía y, por tanto, quería conocer. De Yturralde, desde su sala de operaciones en l’horta, a Mariola Cubells y Betto García, de Josep Sorribes a Meritxell Barberá, hay aparentemente pocos denominadores comunes, pero terminan presentando síntomas parecidos: una creencia muy alta en València a la vez que una cierta preocupación por equivocarse en qué ciudad ser.

¿Cuándo Valencia se parecerá a sí misma?

Ya se parece, solo que hay demasiados discursos engolados, demasiada agenda basada en enfrentamientos estériles, que pueden llenar de ruido el sonido cotidiano. Otra cosa es que lo que vemos en el espejo no nos complazca por completo. Pero es que, como dijo Richard Senent, la ciudad es la experiencia de la diferencia. Cuando aspiramos a que València sea una realidad unánime le estamos sustrayendo su sentido de ciudad. Quien gana, no puede ganarlo todo.

Me gustaría que dijeras, para terminar, qué te gusta más de la ciudad, qué no te gusta nada y qué echas de menos.

El Jardín del Túria, por su espontaneidad y porque casi todo lo que sucede apenas está reglado.

No entiendo demasiado, por el contrario, que el turismo siga sin asumirse como una industria de primer orden en la ciudad que produce externalidades negativas (tiene chimeneas humeantes, aunque no se vean) y, por tanto, requiere que se ajuste a la ciudad y no al revés. Esos aires venecianos con los que complacientemente se cede la ciudad al tránsito de consumidores de paso. El desequilibrio en el mercado de la vivienda es tan palpable que resulta insólito los diez años de ventaja que las ciudades han regalado a los mastodontes tecnológicos.

Echo de menos pocas cosas, porque me trato la melancolía, pero siento que proyectos menudos como la Dadá de Inma Pérez o la Muez de Ruth Boeto no tuvieran cabida en la ‘nueva’ València. Representaban justo lo que no está de paso, al pueblo que custodia la ciudad.

[Nota: Esta entrevista se publicó originalmente, en su versión en valenciano, en la Revista Lletraferit].

Fotografías del autor y del libro: Agencia Districte. Fotografía de portada: Eduardo Manzana.

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